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Perspectiva

Retirar la estatua de Jefferson es un regalo a la derecha política

La ciudad de Nueva York retirará del Ayuntamiento una estatua de Thomas Jefferson de casi dos siglos presuntamente porque el autor de la inmortal frase “Sostenemos como evidentes en sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales” era dueño de esclavos.

En esta foto del 14 de julio de 2010, se muestra una estatua de Thomas Jefferson a la derecha en la cámara del Ayuntamiento de Nueva York (AP Photo/Richard Drew, archivo) [AP Photo/Richard Drew]

La decisión de retirar la estatua de Jefferson fue ratificada de forma unánime el lunes por la tarde en una audiencia programada a prisa de un comité de 11 personas llamada la Comisión de Diseño Público. Este comité desconocido hasta ahora es seleccionado y nombrado por el alcalde Bill de Blasio.

La supuesta “audiencia” fue una farsa. La decisión ya había sido tomada. Incluso se había construido ya un cajón de madera especial para entregarle a Jefferson a la Sociedad Histórica de Nueva York “en un préstamo de largo plazo”, una expresión orwelliana para almacenar con naftalina. La Comisión no se comprometió formalmente con ese destino en la audiencia del lunes y también hay llamados para desechar la escultura. “Creo que debería ser puesta en almacenamiento en alguna parte, destruida o lo que sea”, dijo el asambleísta demócrata estatal Charles Barron en un testimonio ante la Comisión.

La estatua de Jefferson, que ha permanecido en el Ayuntamiento de Nueva York desde 1834, es el modelo original de yeso utilizado para la escultura de bronce Thomas Jefferson en la rotonda del Capitolio en Washington D.C., creada por el escultor francés de renombre mundial David D’Angers (1788-1856). Ambas estatuas fueron donadas al pueblo estadounidense por Uriah Phillips Levy (1792-1862), el primer oficial naval judío del país. Con sus obsequios, Levy buscaba darle un reconocimiento a Jefferson tras su fallecimiento siete años antes por su papel en prevenir el establecimiento de una religión estatal en la joven república.

Un sitio web gubernamental describe la escultura, que resume en forma artística el mayor logro de Jefferson:

Thomas Jefferson es representado en su rol más conocido, como autor de la Declaración de Independencia. Se muestra en una pose contrapposto dinámica con una pluma en su mano derecha. La punta de la pluma señala la mano izquierda de Jefferson que sostiene la Declaración de la Independencia. Las famosas palabras de Jefferson, que son leíbles, fueron creadas presionando moldes en el modelo de arcilla de la estatua. Dos libros encuadernados, quizás representando la colección que donó a la Biblioteca del Congreso, y una corona, un símbolo de victoria, yacen en sus pies. El pedestal está compuesto por mármol y granito, en contraste de colores. La inscripción al frente dice, “JEFFERSON”.

El Partido Demócrata de la ciudad de Nueva York ha estado haciendo campaña en contra de la estatua de Jefferson por un tiempo. Barron hizo la propuesta inicialmente como miembro del Ayuntamiento en 2001. En 2019, la Bancada Negra, Latina y Asiática, que representa aproximadamente la mitad del Ayuntamiento hizo la reaccionaria, acusación de que el autor de la Declaración de Independencia “simboliza el sesgo asqueroso y racista sobre el cual está fundado EE.UU.” En junio de 2020, De Blasio creó una Comisión de Justicia y Reconciliación Raciales con la tarea de considerar la remoción de cualquier monumento “ofensivo”, incluyendo los de Jefferson y George Washington.

Pero los demócratas neoyorquinos tan solo están acatando la señal de la dirección nacional del partido y su principal publicación noticiosa, el New York Times. En 2019, el Times presentó su Proyecto 1619 para fomentar la mentira de que la Revolución estadounidense fue un complot contrarrevolucionario para defender la esclavitud contra el Imperio Británico. El Partido Demócrata, junto con grandes corporaciones, intensificó el ataque contra la Revolución estadounidense en respuesta a las protestas nacionales contra la violencia policial que estallaron después del asesinato policial de George Floyd en Minneapolis el 25 de mayo de 2020, principalmente equiparando a Jefferson y Washington con los insurrectos sureños que iniciaron la guerra civil en 1861.

No es un accidente que el ataque a Jefferson, la figura más estrechamente asociada con la igualdad en la historia estadounidense, se produzca en medio de una pandemia que se ha cobrado la vida de 750.000 estadounidenses y de un movimiento huelguístico emergente en la clase obrera. El objetivo de los demócratas es desviar el enojo social hacia un “ajuste de cuentas en materia racial” que deje intacto el capitalismo y la pasmosa desigualdad social que defiende.

Cabe subrayar que no es un ataque contra Jefferson como individuo, quien ha estado muerto por 195 años y a quien no le molestarán las maniobras de De Blasio y el resto de los demócratas neoyorquinos. Es un ataque a los principios que Jefferson representaba, ante todo la proclamación en la Declaración de la Independencia de la igualdad humana universal. En este sentido, el ataque a Jefferson tan solo socava las bases de las que depende la defensa de la democracia ante la amenaza cada vez mayor del fascismo, mientras les obsequia simultáneamente una cubierta política a Trump y el Partido Republicano para que se presenten como defensores del legado de 1776, incluso cuando planean derrocar la democracia.

Como lo planteó el historiador Sean Wilentz en un comentario presentado ante la audiencia el lunes, “Renegar a Jefferson ahora, ante el aumento del despotismo en nuestro país como nunca en nuestras vidas, sería un golpe simbólico, especialmente para los más vulnerables de nosotros, para quienes la exhortación de igualdad de Jefferson sigue siendo la última y mejor esperanza”.

La “interpretación” racialista no encontrará nada edificante en el estudio de la historia. Reduce la historia a un cuento moralista en que los personajes del drama se colocan en papeles buenos y malos basándose en los estándares del momento. Un acontecimiento tan importante como la Revolución estadounidense tuvo causas enormes y efectos aún mayores. Pero en manos de los racialistas, todas las facetas de la historia intelectual, política, cultural, social y económica se eliminan y se sustituyen por una apreciación de los defectos personales del individuo. Si el actor histórico en cuestión no cumple con sus criterios subjetivos selectivos, entonces debe ser denunciado.

“Jefferson encarna algunas de las partes más vergonzosas de la historia de nuestro país”, dijo Adrienne Adams, concejala de Queens en la audiencia del lunes. Por su parte, Barron ha calificado repetidamente a Jefferson de “pedófilo esclavista”, porque mantuvo una relación de por vida con una de sus esclavas, Sally Hemings. Otros miembros del consejo dijeron que la estatua de Jefferson les hacía sentir “incómodos”. De Blasio, rebuscando las palabras adecuadas, dijo que Jefferson “molesta profundamente a la gente”.

El New York Times, como era de esperar, se sumó a la protesta. En un editorial disfrazado de artículo periodístico, escribió a favor de la remoción, describiéndola como “parte de un amplio ajuste de cuentas a nivel nacional sobre la desigualdad racial” relacionado con el “debate sobre si los monumentos confederados deben ser derribados y descartados”. Después de insinuar grotescamente que la Revolución de 1776 y la contrarrevolución confederada de 1861 fueron la misma cosa, el Times dio crédito a la representación de Jefferson como un mero hipócrita, afirmando que, si bien “escribió sobre la igualdad en la Declaración de Independencia, esclavizó a más de 600 personas y tuvo seis hijos con una de ellas, Sally Hemings” [subrayado nuestro].

Jefferson hizo algo más que “escribir sobre la igualdad”. La última frase de la Declaración, “Prometemos mutuamente nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro sagrado honor”, no era una mera floritura retórica. Jefferson y los demás firmantes sabían que estaban firmando su propia sentencia de muerte si la revolución fracasaba. Benjamín Franklin hablaba en serio cuando dijo: “Debemos pender todos juntos o, con toda seguridad, nos colgarán a todos por separado”. Los adinerados editores y los escritores del Times nunca han arriesgado nada.

En cualquier caso, si Jefferson no hubiera hecho nada más en su vida que “escribir sobre la igualdad” en la Declaración de Independencia —a la madura edad de 33 años—, esto por sí solo lo convertiría en una figura de talla histórica mundial. Es uno de los manifiestos revolucionarios más poderosos jamás escritos. La simple pero audaz afirmación de la igualdad en el preámbulo es sin duda la frase más famosa de la historia de las letras estadounidenses. Esto es cierto no solo por su estilo, sino porque reveló a un “mundo cándido” algo que había estado oculto a plena vista: la “verdad evidente en sí misma de que todos los hombres son creados iguales”.

El contenido revolucionario de esta declaración reside, tanto entonces como ahora, en su verdad objetiva. Todas las personas son, en efecto, creadas iguales. La proclamación de la igualdad humana de la Declaración, que surgió de la Ilustración y se reivindicó en el contexto de una guerra insurreccional contra la corona británica, ha atravesado toda la historia posterior de Estados Unidos y del mundo con una fuerza increíble. La “igualdad” se ha inscrito en la bandera de todas las causas progresistas posteriores, incluidas las Revoluciones de Francia y Haití de 1789 y 1791, el movimiento socialista y todas las luchas anticoloniales del mundo. En Estados Unidos, la Declaración fue invocada por los abolicionistas y Frederick Douglass; el movimiento por los derechos civiles y Martin Luther King, Jr.; el movimiento por el sufragio femenino; el movimiento obrero; y hoy por la lucha a vida o muerte de la clase obrera por su propia independencia política. No se puede dar un solo paso adelante que no parta de la premisa de que los seres humanos somos iguales.

Jefferson encarnó las contradicciones de su tiempo. La igualdad humana universal era desconocida cuando él nació en la Virginia colonial en 1743, hijo de una familia esclavista. Era un mundo que, como dice el historiador Peter Kolchin, “daba por sentada la des igualdad humana natural y el uso rutinario de la fuerza para mantenerla”. La antigua institución de la esclavitud no había generado ninguna oposición considerable antes de la Revolución estadounidense. Como ha explicado Gordon Wood, se consideraba una forma de explotación especialmente degradada en una época que todavía dependía de varios tipos de “trabajo no libre”, como la esclavitud en el mundo atlántico, la servidumbre en las colonias del norte y la servidumbre en Rusia.

La Revolución estadounidense planteó por primera vez el problema de la esclavitud como un problema político fundamental. Los padres fundadores reconocieron que la esclavitud contradecía su afirmación de igualdad. Incluso tomaron algunas medidas contra ella, como la exclusión de la esclavitud de los territorios del noroeste tomados tras la victoria contra Reino Unido y la prohibición del comercio transatlántico de esclavos, ambas medidas vinculadas a Jefferson.

La euforia de la revolución hizo que muchos creyeran que la esclavitud llegaría a su fin. Jefferson pudo decir en 1781 que esperaba “una emancipación total, y que se dispone a ocurrir, según el orden de los acontecimientos, con el consentimiento de los amos, más que por su extirpación”. Pero ni él ni los plantadores del sur, como clase, pudieron liberarse de la dependencia de la esclavitud. Esto cuadra con la ley histórica. Las clases sociales no renuncian a las bases de su riqueza, ni abandonan voluntariamente el escenario de la historia. Enriquecidos por la bonanza de la producción algodonera basada en la esclavitud, los esclavistas pasaron de condenar la esclavitud como un “mal necesario” que esperaban que desapareciera, en los días de Washington y Jefferson, a defenderla como un “bien positivo” en los días de John C. Calhoun, medio siglo después. Jefferson no vivió para ver cómo se concretaban sus temores. Los amos, como clase, fueron finalmente “extirpados” en la guerra civil.

Pero si bien Jefferson, como propietario de esclavos, fue un predecesor de los amos vencidos en la Segunda Revolución estadounidense de la década de 1860, su mayor contribución, incluso la más importante, fue a la causa de la libertad, como reconocieron Calhoun y los demás defensores a ultranza de la esclavitud. Condenaron a Jefferson como un hipócrita y a la Declaración de Independencia como una mentira, al igual que hacen los demócratas en la actualidad. Lincoln también sabía que el legado de Jefferson se hallaba del lado de la libertad, como bien dijo en la dedicación del cementerio nacional a los muertos de la Unión en Gettysburg, en 1863:

Hace cuatro veintenas y siete años, nuestros padres trajeron a este continente una nueva nación, concebida en la libertad y dedicada a la premisa de que todos los hombres son creados iguales. Ahora estamos inmersos en una gran guerra civil, que pone a prueba si esa nación, o cualquier nación así concebida y dedicada, puede perdurar mucho tiempo...

En cualquier caso, Jefferson no sobresale como figura histórica por haber sido propietario de esclavos –hubo miles y miles de amos en la historia de Estados Unidos— sino a pesar de ese hecho. Es posible que haya sido la figura más destacada de una generación que también produjo a Washington, Franklin, Adams, Madison, Paine, Rush y Hamilton, por nombrar a unos pocos. Junto con Tom Paine, representó el ala más izquierdista de la Revolución estadounidense. Jefferson fue el primer embajador en Francia y allí contribuyó a la redacción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Con Madison, creó la doctrina del “muro de separación” que separa a la Iglesia del Estado e impulsó una Carta de Derechos para la Constitución estadounidense. Al igual que Franklin, su único igual como figura de la Ilustración estadounidense, Jefferson era un hombre de ciencias y de letras, fundador de la Biblioteca del Congreso y de la Universidad de Virginia.

No cabe duda de que fue el presidente estadounidense más dotado intelectualmente. John Kennedy apenas exageró cuando dijo en una reunión de ganadores del Nobel en 1962 que era “la más extraordinaria reunión de talento, de conocimiento humano, que jamás se haya reunido en la Casa Blanca, con la posible excepción de cuando Thomas Jefferson cenó solo”.

La clase dirigente estadounidense no produce hoy en día a nadie que pueda ocupar ni siquiera la más pequeña brizna de la sombra de Jefferson. Ni los demócratas neoyorquinos que sirven a los multimillonarios de la ciudad mientras promueven la división racial de la clase trabajadora. Ni el político arribista Bill de Blasio, que no tiene ni un pensamiento original ni un principio político en su cerebro. Ni la creadora del Proyecto 1619, Nikole Hannah-Jones, que está dispuesta a aceptar el patrocinio de la empresa petrolera empapada en la sangre de África, Royal Dutch Shell. Ni, ciertamente, Barack Obama, que como presidente supervisó la mayor transferencia de riqueza a los ricos en la historia de Estados Unidos y arrogó a la Casa Blanca el “derecho” de asesinar a cualquier persona en cualquier lugar por orden del presidente.

Al final, lo que la clase dirigente estadounidense odia de Jefferson es lo que más lo distingue: su autoría de la Declaración de Independencia, el tema la estatua de D'Angers. Odian no solo la afirmación de igualdad de la Declaración, sino su insistencia en el derecho del pueblo a la revolución. Los Gobiernos, dijo Jefferson, derivan “sus justos poderes del consentimiento de los gobernados... [C]uando una larga serie de abusos y usurpaciones, que persiguen invariablemente el mismo Objetivo, evidencian un designio de reducirlos bajo el Despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, deshacerse de ese Gobierno, y proporcionar nuevos Guardias para su futura seguridad”.

La clase dominante estadounidense de 2021 no puede perdonarle a Jefferson la afirmación de la igualdad humana y del derecho a la revolución en condiciones en las que un millón de estadounidenses han sido sacrificados en el altar del lucro, según el “exceso de mortalidad” de la pandemia de COVID-19; y en una ciudad, Nueva York, donde 99 milmillonarios atesoran una riqueza que habría avergonzado a las dinastías de Hanover y Capetian de la vieja Inglaterra y Francia, mientras 1,1 millones de hombres, mujeres y niños no tienen suficiente para comer. Este es el Nueva York que borraría la memoria de Thomas Jefferson.

Para la clase obrera, es algo completamente distinto. Jefferson no es un ídolo, sino un contribuyente al patrimonio revolucionario que solo ella defiende. El movimiento de los trabajadores en lucha y el renacimiento de una política auténticamente izquierdista —ambos procesos en marcha— serán testigos de la restauración de Thomas Jefferson a su lugar legítimo en la historia mundial.

(Publicado originalmente en inglés el 18 de octubre de 2021)

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