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El significado y las implicaciones de la globalización

crítica marxista

Entre las mayores dificultades que encontramos al preparar esta charla es que estamos apuntando, como se dice, a un blanco que se mueve muy rápido. Los acontecimientos en el sureste de Asia están cambiando a una velocidad frenética y cada día recibimos noticias de otra catástrofe: el colapso del won coreano, la reducción de la deuda indonesa a nivel de “bonos basura” .

Hace poco menos de cuatro meses que los ministros de finanzas y los gerentes de los bancos capitalistas centrales se reunieron en Hong Kong con motivo de las conferencias anuales del Fondo Internacional Monetario y del Banco Mundial. Estas reuniones se habían planeado para festejar los informes y análisis del FIM elogiando el “milagro económico asiático”.

El informe del FIM declaró que “los directores le dieron la bienvenida al rendimiento macroeconónico continuo tan impresionante de Corea [y] elogiaron a las autoridades por el récord fiscal tan envidiable”. En cuanto a Thailandia, la cual se encontraba al precipicio de un colapso económico en ese mismo momento, “los directores vigorosamente elogiaron [su] rendimiento económico extraordinario y el récord consistente de un programa macroeconómico sólido”.

“La mayor explosión nuclear económica” del período post Segunda Guerra Mundial. Por lo menos un participante de esas reuniones del FIM, el tesorero australiano Peter Costello, quien se hallaba un tanto estremecido, recientemente así describió el tumulto económico que desde ese entonces ha hundido a todos los países del sureste de Asia.

Otro participante en Hong Kong, el financista internacional George Soros, escribió un artículo especial en el Financial Times de Londres del 31 de diciembre, 1997, llamando a la creación de un nuevo cuerpo de finanzas internacionales que reglamente el crédito internacional y los préstamos de garantía para prevenir la desintegración del comercio y las finanzas.

Déjenme citar dos extractos de ese informe.

“El sistema internacional de finanzas sufre de una desintegración sistemática, pero no estamos dispuestos a aceptarlo. El abandono a los regímenes basados en tarifas fijas de intercambio en el sureste de Asia desenredó un proceso que ha excedido los peores temores del mundo entero, incluyendo los míos. Hasta la fecha, los programas de asistencia que el Fondo Internacional Monetario has puesto en práctica no han dado resultado”.

De acuerdo a Soros, la crisis económica internacional se ha convertido en un proceso que se fortalece a sí mismo. “Lo que comenzó como desequilibrio menor se ha convertido en uno mayor. Amenaza con ahogar no sólo el crédito internacional. Estamos al precipicio de la deflación mundial”.

Sores no lo menciona, pero bien se sabe que la última vez que semejante fenómeno ocurrió fue la Gran Depresión de los 1930.

Aunque la crisis económica global ha sido enorme sorpresa para la burguesía y sus voceros, ésta surge de las tendencias de desarrollo que forman las bases del análisis del Comité Internacional de la Cuarta Internacional durante la última década.

En nuestra resolución de perspectivas de 1988, señalamos el profundo significado de la globalización de la producción:

“La caída en la taza de las ganancias durante los 1970 y el estancamiento económico general proporcionaron el ímpetu para un crecimiento explosivo de las actividades de las empresas multinacionales. El resultado ha sido la integración sin precedente del mercado mundial y la globalización de la producción. El dominio absoluto y activo de la economía mundial sobre las economías nacionales, incluyendo la de Los Estados Unidos, es un hecho fundamental de la vida moderna. Los adelantos en la tecnología relacionados a la invención y el perfeccionamiento del circuito íntegro han producido cambios revolucionarios en el campo de la comunicación, cambios que a su vez han acelerado el proceso de la integración económica mundial. Pero estos desarrollos económicos y tecnológicos, lejos de abrir nuevos caminos para el capitalismo, han llevado la contradicción fundamental entre la economía internacional y los estados nacionales, y entre la producción social y la propiedad privada, a un nivel de intensidad sin precedente”. [1]

Nuestra resolución también analizó el surgimiento de las llamadas “economías tigres”, a las cuales se les comenzaba a referir como prueba definitiva de la viabilidad del capitalismo, y subrayó las profundas contradicciones que formaban la base del rápido desarrollo de éstas.

Escribimos en ese entonces que “Las economías capitalistas del Asia del Pacífico se basan en la explotación brutal de la clase obrera. La burguesía criolla defiende la ‘estrategia de exportaciones' preferida por el Fondo Internacional Monetario con dictaduras militar-policíacas, arraigadas en estados nacionales que conservan los vestigios semi feudales que nunca fueron barridos por revoluciones democráticas genuinas. Mientras funcionan como depósitos de mano de obra super explotada para las empresas multinacionales, las economías de estos tan llamados mini Japones son desesperadamente vulnerables a las pautas del comercio internacional.” [2]

Y es cierto que los acontecimientos de las últimas semanas y meses presentan una poderosa vindicación del método científico del marxismo, en contraste al enfoque pragmático y anti históricos de los economistas y eruditos burgueses.

Cuando el Comité Internacional decidió hacer un análisis nuevo de los cambios enormes que se daban en el capitalismo mundial durante los 1980, usamos una metodología bien definida. No fue nuestra intención negar que la globalización de los procesos de producción ya iba en camino, ni menospreciar el significado del desarrollo explosivo de la industria en Asia.

Nos planteamos y tratamos de contestar una pregunta crucial: ¿Cuál es el significado de estos cambios para la estructura total del capitalismo? ¿Estos cambios intensifican o vencen las contradicciones fundamentales de la economía capitalista? Tampoco fue nuestra intención negar el hecho que una evolución significativa de las fuerzas productivas sucedía

¿Y por qué nos deberíamos haber empeñado de otra manera? El marxismo explica que la revolución socialista surge precisamente del mismo desarrollo de las fuerzas productivas, las cuales entran en conflicto directo con las relaciones sociales anticuadas del capitalismo. Por consiguiente, en cada etapa de la evolución del capitalismo, el marxismo siempre se interesa en examinar la dinámica de los procesos que ocurren y en hacer una crítica histórica del significado de éstos.

He enfatizado estas cuestiones metodológicas fundamentales para establecer la diferencia entre el enfoque del Comité Internacional y el de los grupos radicales de la clase media.

Casi sin excepción, éstos insisten que la globalización no significa ningún cambio fundamental en la estructura del capitalismo mundial, que no es más que una campaña propagandista que la burguesía ha iniciado para intimidar a la clase obrera. Consecuentemente, insisten que la crisis actual en el movimiento obrero no requiere una re orientación estratégica fundamental. Los viejos programa políticos, basados en luchas sindicalistas—es decir, en aplicarle presión a los gobiernos—todavía son viables. Lo único que se necesita es ponerlos en práctica.

Un libro reciente de dos autores británicos, Paul Hirst y Grahame Thompson, titulado La globalización en duda, se ha convertido en cierta especie de biblia para estas tendencias. Estos autores no niegan los conceptos políticos que motivan su análisis. Escriben:

“Este libro se ha escrito con una mezcla de escepticismo acerca de los procesos económicos globales y de optimismo acerca del potencial que existe para poder controlar la economía internacional y de la viabilidad de estrategias políticas nacionales. Uno de los efectos claves del concepto de internacionalización ha sido la parálisis de las reformas radicales de las estrategias nacionales, de considerarlas no viables ante el dictamen y la aprobación de los mercados internacionales. No obstante, si ahora nos encontramos frente a cambios económicos mucho más complejos y equívocos de lo que los " globalistas" extremistas arguyen, entonces existe la posibilidad de crear un plan de acción y una estrategia para controlar las economías capitalistas nacionales e internacionales con tal de fomentar fines sociales”. [3]

En otras palabras, según Hirst y Thompson, es necesario rechazar el “mito de la globalización” porque si no es imposible avanzar un programa político reformista basado en el nacionalismo.

Por otra parte: “Si las relaciones económicas se muestran más flexibles (a nivel nacional e internacional) de lo que muchos analistas contemporáneos suponen, entonces deberíamos explorar todas las posibilidades que esa flexibilidad nos ofrece”. [4]

Nuestros dos autores continúan a mostrarnos el tipo de alianzas políticas que deberían resultar de dicha exploración.

Escriben que “Actualmente es imposible que se puedan alcanzar objetivos radicales como el cero desempleo en los países desarrollados; un trato más justo para los países en desarrollo más pobres; y, para los pueblos del mundo, un control democrático de los asuntos económicos más amplio. Pero esto no debería conducirnos a desechar o ignorar las formas de control y de mejoramiento social que se podrían lograr relativamente rápido con un cambio modesto en las actitudes de las elites principales. Por lo tanto, es esencial persuadir a reformistas de la izquierda y a conservadores que se preocupan por la estructura de sus sociedades que no somos impotentes ante procesos internacionales incontrolables. Si este fuera el caso, entonces los cambios en actitudes y expectativas podrían lograr que estos objetivos radicales sean más aceptables”.

Nadie puede dudar las tendencias políticas que estos dos cortejan. Los conservadores “que se preocupan por la fábrica de sus sociedades” incluyen Ross Perot en Los Estados Unidos; el Frente Nacional de Le Pen en Francia; la organización política del fallecido Sir James Goldsmith en Inglaterra; el Primer Partido de Winston Peters en Nueva Zelandia; y el Partido de Una Nación en este país.

No obstante los radicales de la Organización Socialista Internacional expresan ciertas diferencias con Hirst y Thompson, concurren con su conclusión fundamental: que la globalización es más que nada una campaña propagandista para intimidar a los obreros y suprimir las luchas reformistas de los sindicatos.

Según ellos sostienen, las derrotas que la clase obrera ha sufrido en todos los países capitalistas principales durante las últimas dos décadas no tienen que ver nada con los cambios estructurales del capitalismo mundial. Simplemente han sido el producto de la “cobardía, falta de competencia o falta de solidaridad” de los dirigentes sindicalistas. Refiriéndose, entre otros conflictos, a las derrotas de los mineros en Inglaterra en 1984-85, los estibadores en 1989, los controladores de tráfico aéreo y los obreros de Hormel en Los Estados Unidos, declaran: “La globalización de la producción no desempeñó ningún papel significativo en permitir que los patronos ganaran todas estas disputas. Pero la ideología de la " internacionalización" sí que ha tenido cierto papel. Ha fomentado la idea que las empresas multinacionales son demasiado poderosas para que los métodos anticuados de las luchas obreras las afecten. Y la deserción de estas formas de lucha le ha entregado la victoria a las multinacionales”.

Esta clase de “explicación” no tiene ningún valor. Cambios históricos profundos—y verdad que el colapso casi completo del movimiento sindicalista cae en esa categoría—se aceptan como si fueran el resultado de cambios en la filosofía de los dirigentes individuales. Claro, la pregunta acerca de la razón por la cual estos cambios sucedieron en cierto momento no se contesta nunca.

Aún cuando estas explicaciones no tienen ningún valor científico, sirven cierto propósito político. En el caso de la Organización Socialista Internacional, se introducen para mantener la tesis que los sindicatos y las formas de lucha sindicalista todavía son viables.

El ataque más vociferante contra el análisis del Comité Internacional proviene de la Liga Espartaca. En una pieza denunciatoria que consiste de cuatro partes y que publicaron el año pasado, nos acusan de habernos aliado a Wall Street, los ideólogos liberales y la burocracia sindicalista para fomentar la filosofía derrotista de la globalización.

Esto no es nada nuevo. Los reformistas dentro del movimiento obrero, sobretodo aquellos que se han aliado directamente con las burocracias sindicalistas, siempre han denunciado a los revolucionarios como cultivadores del derrotismo y de la desmoralización porque éstos insisten que los intereses sociales de la clase obrera—empleos, salarios y condiciones de vida—no pueden defenderse basándose en el reformismo.

El tema, sin embargo, no tiene que ver con la necesidad de defender los intereses urgentes de la clase obrera, sino con la estrategia que formará la base de esa defensa. Los oportunistas mantienen que los intereses de la clase obrera sólo pueden defenderse si se basan en una perspectiva nacionalista. Los marxistas sostienen que la defensa de estos intereses requiere una lucha por la independencia política de la clase obrera a base de un programa internacionalista que conduzca a la conquista del poder. Las reformas y las concesiones son productos secundarios de las revoluciones; es decir, de las luchas revolucionarias del pasado o del movimiento revolucionario en desarrollo de la clase obrera.

Igual que sus compinches radicales, los espartacos sostienen que la “internacionalización” es un mito: la estructura del capitalismo mundial actual no tiene nada cualitativamente nuevo; el capitalismo es un sistema internacional y siempre lo ha sido. Para tratar y poner esto a prueba, salen con el tema—ya repetido en varias publicaciones—que el capitalismo estaba más internacionalizado bajo el régimen del patrón de oro y el movimiento libre del capital internacional que prevalecían en el período justamente antes de 1914.

Por ejemplo, de acuerdo a Hirst y Thompson, “...la economía internacional de muchas maneras era más abierta durante el período antes de 1914 que desde ese entonces, incluyendo desde los 1970 en adelante. El comercio internacional y las fluctuaciones del capital, no sólo entre las mismas economías de industrialización rápida y entre éstas y sus varios territorios coloniales, eran mucho más importantes con relación a los niveles del Producto Doméstico Bruto antes de la Primera Guerra Mundial que lo que hoy probablemente son”.[7]

Para los espartacos, la globalización económica es pura “bulla”. Es solamente durante las últimas décadas, arguyen ellos, que la economía capitalista mundial se ha tornado hacia las normas establecidas por el orden imperialista antes de 1914, cuando el patrón de oro internacional “aseguraba cierto grado de integración económica entre los países capitalistas avanzados, cosa que no se ha podido igualar desde ese entonces”. [8]

Lo primero que se debe decir es que hay algo de lo ridículo en las aseveraciones que—en la época cuando la telecomunicación internacional a penas empezaba, cuando el sistema de transporte aéreo ni siquiera se había planeado, cuando cualquier tipo de comunicación se llevaba días y semanas para atravesar el globo terráqueo—la economía mundial había estado más integrada que hoy, cuando procesos enteros de producción reciben su ímpetu de impulsos electrónicos enviados alrededor del mundo, cuando los movimientos internacionales del capital toman lugar en cuestión de segundos, y cuando casi todas las zonas mundiales están vinculadas por sistemas de comunicación sumamente desarrollados.

Usar la relación entre el comercio y el Producto Doméstico Bruto para comprobar que la integración internacional era mayor hace ocho décadas significa ignorar por completo una de las características más significativas de la economía capitalista durante los últimos cincuenta años: el establecimiento de fábricas internacionales de producción. Las exportaciones de General Motors y Ford a Europa, por ejemplo, no se destacan muy bien en los datos de comercio publicados por Los Estados Unidos porque ambas empresas han establecido fábricas de producción en Europa. No exportan automóviles a Europa debido a que los construyen allí mismo, y el establecimiento de semejantes fábricas de producción refleja un grado mayor integración internacional.

A decir la verdad, el punto de vista de los radicales de la clase media es un disparate. La cuestión es, ¿por qué van a tal extremo para promoverlo? Deberíamos recordar el viejo refrán de Lenín: si los intereses clasistas formaran parte de los teoremas de la geometría, se haría el esfuerzo más vigoroso para refutarlos.

El tema de la globalización definitivamente tiene que ver mucho con los intereses clasistas. Los radicales de la clase media representan a capas de la pequeña burguesía y a capas sub desarrolladas de la clase capitalista misma, quienes ven sus intereses sociales amenazados por la tiranía del mercado internacional y cuentan con que el estado los proteja con mano de hierro.

El internacionalismo contra el oportunismo nacionalista

El abismo político y teórico acerca de la globalización que separa al Comité Internacional de todas las tendencias radicales de la clase media es la expresión más reciente del conflicto incesante entre el marxismo y el radicalismo pequeño-burgués. El núcleo de este conflicto, que echara raices hace 150 años, ha sido el choque entre la perspectiva y filosofía internacionalista por una parte y la orientación nacionalista por otra.

El famoso interdicto de Marx al final del Manifiesto comunista, “¡Obreros del mundo, uníos!”, no fue simplemente un llamado retórico a la acción. Se basaba en el análisis científico del significado mundial histórico de la evolución de la producción capitalista.

Marx explicó que las conclusiones teóricas del Manifiesto no eran fantasías de una persona que deseaba convertirse en reformista universal, sino que expresaban en términos generales “las relaciones verdaderas que surgen de la lucha de clases en existencia y de un movimiento histórico que ocurre bajo nuestras propias narices”. [9]

Este movimiento histórico lo determinó el desarrollo verdaderamente dinámico de un nuevo sistema de producción social: el capitalismo industrial. Dos procesos relacionados lo caracterizaron.

“La burguesía”, escribió Marx, “no puede existir sin revolucionar constantemente los instrumentos de producción y, a consecuencia, las relaciones de producción y todas las relaciones sociales. Al contrario, la primera condición de existencia para todas las clases industriales anteriores había sido la conservación inalterable de los viejos modos de producción. La revolución constante de la producción, el desordenamiento ininterrumpido de todas las condiciones sociales, la incertidumbre perenne y la agitación distinguen a la época burguesa de todas las anteriores. Se barren todas las relaciones fijas y sólidas, con sus vestigios de prejuicios y opiniones venerables y las nuevas que se forman se vuelven anticuadas antes de osificarse. Todo lo sólido se derrite, todo lo sagrado se profana, y el hombre por fin se ve obligado a darle frente serio a sus verdaderas condiciones de vida y a las relaciones con sus semejantes ” [10].

Al mismo tiempo, “esta constante revolución de la producción” se extendía por todo el globo a medida que el nuevo modo de producción saltaba confines y fronteras.

“La necesidad de un mercado para sus productos que constantemente se expande persigue a la burguesía por toda la superficie del mundo. Esta tiene que anidarse, establecerse, fomentar conexiones en todas partes. A través de la explotación del mercado mundial, la burguesía le ha dado un carácter cosmopolitano a la producción y al consumo en todos los países. Para la gran mortificación de los Reaccionarios, le ha quitado a la industria la alfombra nacionalista sobre la cual ésta se erguía...En lugar del antiguo aislamiento y autosuficiencia regional y nacional, ahora tenemos relaciones comerciales en todas las direcciones, la interdependencia universal de las naciones”. [11]

Todavía no ha aparecido una descripción más concisa y reveladora de los procesos que actualmente están transformando al capitalismo mundial. Desde el comienzo, tal como estos extractos indican, Marx era rotundamente hostil hacia todas las tendencias que se oponían al capitalismo desde el punto de vista que éste era una forma de producción inferior. Los radicales hoy día niegan el significado de la globalización o se oponen a ella en defensa de la nación, y desempeñan el mismo papel de los varios “socialistas” que Marx ridiculiza en el Manifiesto, quienes se oponían al capitalismo desde el punto de vista del viejo orden feudal.

El movimiento marxista siempre se ha basado en una perspectiva internacional. Desde los primeros días del sistema capitalista, Marx explicó que los comunistas siempre buscan representar el futuro en el movimiento del presente. Aún en el Siglo XIX, cuando el estado-nación todavía desempeñaba un papel histórico progresista, Marx criticó severamente al Partido Social-demócrata alemán que se acababa de fundar porque su programa, adoptado en el Congreso de Gotha en 1875, tenía una orientación nacionalista.

De acuerdo al programa, la “clase obrera lucha por su emancipación dentro de las fronteras de los estados nacionales actuales” y, al hacerlo, está consciente que el resultado de sus esfuerzos “será la fraternidad internacional de los pueblos”.

Marx escribió que era necesario, por supuesto, que la clase obrera se organizara contra la burguesía en su propio país, pero, como declaraba el programa, esto no significaba que la lucha por su emancipación debería “limitarse dentro de las fronteras de los estados nacionales actuales”. Esa perspectiva era demasiado limitada. Las naciones se ubicaban económicamente dentro del marco establecido por el mercado internacional, y políticamente dentro del sistema de los estados nacionales.

Con una anticipación extraordinaria de las cuestiones fundamentales que estallarían cuarenta años después con la Segunda Guerra Mundial, Marx escribió: “¿Y a qué reduce el partido de los trabajadores alemanes su internacionalismo? Al reconocimiento que el resultado de sus esfuerzos ‘será la fraternidad internacional de los pueblos'—frase prestada de la organización burguesa, Liga por la Paz y la Libertad, que intenta hacerse pasar de equivalente a la fraternidad de la clase obrera en la lucha unida contra las clases gobernantes y sus gobiernos. Ni una palabra, pues, acerca de los deberes internacionales de la clase obrera alemana.” [12]

La crítica de Marx pone en relieve la diferencia entre el internacionalismo genuino, que lucha por unir los obreros en contra de sus propias clases gobernantes y gobiernos, y el oportunismo nacional, que sostiene que la clase obrera tiene que “limitarse dentro de las fronteras de los estados nacionales actuales”. Para este último, el internacionalismo se reduce a una mera solidaridad verbal entre organizaciones cuyas bases son nacionales, y que, por lo tanto, está destinada a desboronarse el momento que se le aplique la menor presión.

Hay dos perspectivas históricas diametralmente opuestas implícitas en estos puntos de vista políticos divergentes. El marxismo se basa en que el estado-nación no es una entidad natural, sino una creación histórica; que es producto del desarrollo capitalista, el cual, no obstante, es socavado por el mismo crecimiento de la producción capitalista para la cual ha establecido la estructura. Todas las tendencias oportunistas rechazan el concepto que el estado-nación es un fenómeno histórico transitorio. Insisten que la clase obrera tiene que adaptarse a la estructura del estado-nación.

No es posible darle demasiado énfasis al significado de estas diferencias, pues ha sido la base del conflicto entre el marxismo y todas las tendencias oportunistas durante todo el Siglo XX.

La lucha por el internacionalismo socialista este siglo se ha relacionado con la figura de León Trotsky y la teoría de la revolución permanente, la cual se avanzó durante la Revolución Rusa de 1905. De acuerdo a los mencheviques, Rusia se enfrentaba a una revolución burguesa, la cual necesariamente tenía que llevar a la burguesía al poder. Los mencheviques argüían que Rusia era un país atrasado cuyo nivel de desarrollo económico era muy bajo y en el cual la clase obrera era una minoría de la población en comparación al campesinado, que era la mayoría preponderante. Desde este punto de vista, el establecimiento del socialismo y, por consiguiente, la conquista del poder por la clase obrera, era absolutamente imposible.

Pero como Trotsky llegó a demostrar, la falacia de este punto de vista era precisamente que los mencheviques consideraban a Rusia una entidad nacional aislada. El capitalismo moderno estaba convirtiendo al mundo más y más en un organismo económico único. Esto significaba que el desarrollo de la revolución era de carácter internacional y que, por lo tanto, la clase obrera rusa, a pesar de ser minoría, podía desempeñar el papel de iniciadora de la liquidación del capitalismo mundial, para lo cual la historia definitivamente había creado las condiciones objetivas.

Los argumentos de los mencheviques—que el derrocamiento del zarismo tenía que resultar en una república burguesa—reflejaban el concepto mecánico y nacionalista acerca de la revolución socialista que había llegado a dominar a los partidos de la Segunda Internacional durante el período anterior a la Primera Guerra Mundial. Conforme a esa filosofía, los estodo-naciones capitalistas eran fundamentalmente organismos independientes que se movían hacia el socialismo a su propio ritmo de desarrollo...algunos más avanzados que otros. La revolución socialista sucedería cuando las condiciones en dicho estado-nación maduraran lo suficiente para ello, en cuyo caso la burguesía simplemente le entregaría el poder al proletariado.

Esto era falso hasta lo más profundo, porque el desarrollo mundial del capitalismo había quebrado la conexión entre la revolución socialista y el estado nacional. Trotsky escribiría luego: “Mientras más unió el capitalismo a los países de mundo entero en un organismo complejo único, más inexorablemente llegó la revolución social a depender del desarrollo del imperialismo como factor internacional, no sólo en el sentido de su destino común, sino también en el sentido de su ubicación y hora de origen.” [13]

El concepto limitado por el nacionalismo del desarrollo del capitalismo y la insistencia que la clase obrera avance hacia el socialismo dentro de la estructura del estado-nación formaron las bases ideológicas—y se podría decir también psicológicas—del patriotismo social de los partidos de la Segunda Internacional, cuyos “socialistas” de las naciones en pugna se movilizaron para defender “sus” naciones al comenzar la Primera Guerra Mundial.

La expansión de la economía capitalista a finales del Siglo XIX y el mejoramiento que ésta ocasionó en las normas de vida de la clase obrera habían dado ímpetus a los conceptos nacionalistas. En el Partido Social-demócrata alemán, Eduard Bernstein, quien representaba a toda una tendencia basada en los sindicatos, sostuvo que a Marx se le había comprobado errado, que no habría ningún quebrantamiento del capitalismo, y que el socialismo llegaría no a través de la revolución, sino por medio de la acumulación de reformas sociales dentro de las estructuras del estado-nación alemán.

Pero la expansión económica que forma la base de esta perspectiva no vence las contradicciones del modo de producción. Al contrario, las lleva a un plano superior. La globalización creciente del capital durante este período—la expansión del comercio internacional y de las inversiones, la exploración por nuevas fuentes de materias primas y por mercados—significa que la lucha por los mercados y las ganancias se transforma de conflicto regional o nacional en una lucha entre los poderes capitalistas principales por el dominio internacional que inexorablemente conduce al estallido de la Primera Guerra Mundial.

En su panfleto, La guerra y la Internacional, escrito en 1915, Trotsky explica que, al nivel más fundamental, esta guerra representa una rebelión de las fuerzas productivas en contra de la estructura política del la nación y el estado. Es decir, es una expresión barbárica del hecho que el desarrollo internacional de las fuerzas productivas ya no podía avanzar más dentro del marco de las viejas estructuras. La humanidad ha llegado a una crisis histórica: se derroca el viejo orden social—librando así a las fuerzas productivas de las constricciones impuestas por la estructura capitalista de la organización social—o naufraga la civilización a causa de guerras destructivas continuas.

“Por medio del estado nacional”, escribe Trotsky, “el capitalismo ha revolucionado el sistema económico del mundo entero. Ha dividido a toda la tierra entre las oligarquías de los grandes poderes, alrededor de los cuales se agrupaban los satélites; es decir, las naciones pequeñas, que vivían de las rivalidades entre las grandes. El futuro desarrollo de la economía mundial sobre una base capitalista significa una lucha eterna por regiones para la explotación cada vez más y más nuevas, las cuales tienen que obtenerse de una y sola tierra”. [14]

¿Y qué programa tenía la clase obrera que avanzar? Tenía que rechazar la defensa de la patria y comenzar la construcción de una economía socialista como asunto práctico del día, no como objetivo en la lejana distancia, enterrado en los programas de los partidos de la Segunda Internacional.

“La única manera que el proletariado puede enfrentarse a la perplejidad imperialista del capitalismo es oponiéndole, como programa práctico del día, la organización socialista de la economía mundial. La guerra es el método por medio del cual el capitalismo, al alcanzar el apogeo de su desarrollo, trata de resolver sus contradicciones insolubles. A este método el proletariado tiene que oponerle el suyo: el método de la revolución social”. [15]

No se puede enfatizar suficientemente que la Primera Guerra Mundial marcó un cambio gigantesco en el capitalismo mundial y, a consecuencia, en la lucha del marxismo contra el oportunismo nacionalista. Al oportunismo ya no se le podía considerar desviación derechista del marxismo, o como resultado de la confusión o del pensamiento errado, con el cual era posible coexistir.

Más que todo, éste era una defensa teórica, política y práctica del sistema decadente de estados-naciones. Sólo basta recordar que el asesinato de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht fue organizado por los dirigentes oportunistas de la Social-democracia alemana, y que el símbolo de la swástica se utilizó por primera vez no a la cabeza de las filas milicianas de Hitler, sino en los escuadrones de freikorps—tropas paramilitares que el gobierno socialdemócratas desató luego de la Primera Guerra Mundial para aniquilar los consejos obreros que habían surgido en el levantamiento de noviembre, 1918. Cuando Trotsky explicó que la revolución social y la reorganización de la economía mundial estaban a la orden del día como asuntos prácticos, no fue por gesto ceremonioso o por simple reacción a la devastación que la guerra había causado. La guerra significaba que las contradicciones intrínsecas al capitalismo se habían elevado al nivel de alternativa histórica: socialismo o barbarismo.

Fue sobre esta perspectiva internacional e histórica que Lenín y Trotsky, a la cabeza del Partido Bolchevique, conquistaron el poder en octubre, 1917. Desde el punto de vista de Rusia, que se consideraba bastante aislada, la toma del poder por los bolcheviques habría sido locura. Las condiciones económicas anteriores al socialismo ni siquiera habían aparecido. Pero Lenín y Trotsky no analizaron la Revolución Rusa desde el punto de vista nacional. Lenín había insistido que Rusia era el eslabón más débil en la cadena del imperialismo. Pero fue la cadena, no el eslabón, la que se quebró.

Tanto la guerra como las luchas revolucionarias que ahora tomaban lugar en Rusia daban a entender que una nueva época en la historia mundial había llegado, que la contradicción entre la economía mundial y el sistema de estodo-naciones tenía que resolverse. ¿Cuáles eran las objeciones de Kautsky y los otros dirigentes de la social-democracia alemana?

Ante todo que Lenín y Trotsky rehusaban considerar la Revolución Rusa de la misma manera que los dirigentes del Partido Social-demócrata analizaban los eventos en Alemania; es decir, desde el punto de vista nacional. Los Bolcheviques, por otra parte, habían dirigido la lucha por el poder en Rusia como táctica para abrirle un camino nuevo al proletariado internacional en conjunto.

Fue precisamente desde este punto de vista que Trotsky y la Oposición de Izquierda entablaron su lucha contra la teoría stalinista del ‘socialismo en un país”. La oposición de Trotsky se basaba en una perspectiva verdaderamente internacional. Las contradicciones del capitalismo mundial—ante todo entre la economía mundial y el sistema de estados-naciones—que habían facilitado que la clase obrera tomara el poder en Rusia precluían a la misma vez la posibilidad de construir el socialismo en un solo país.

Trotsky insistió que la sociedad socialista se podía establecer solamente sobre los adelantos más avanzados que el capitalismo hiciera al desarrollar las fuerzas productivas y la productividad de la mano de obra. Su necesidad histórica se produjo precisamente porque estos mismos adelantos eran incompatibles con las relaciones sociales—es decir, la propiedad burguesa y el estado-nación—dentro de las cuales había evolucionado hasta ese entonces. El objetivo de la perspectiva stalinista consistía en empujar las fuerzas productivas otra vez más dentro de la estructura del estado nacional, contra el cual se habían rebelado. Aceptar la teoría del “socialismo en un país” significaba aceptar la viabilidad histórica y la permanencia del sistema de estados-naciones y rechazar, en el sentido más profundo de la palabra, la necesidad de la revolución socialista misma.

La lucha de Trotsky contra la maquinaria contrarrevolucionaria stalinista se basaba en la comprensión científica de mayor alcance de todo el desarrollo de los procesos económicos del Siglo XX. Propuso que la Cuarta Internacional debería conocerse como el partido mundial de la revolución socialista, expresando así su misión histórica y su método de organización.

La revolución mundial socialista no era una abstracción y mucho menos un resumen de las luchas llevadas a cabo dentro de las fronteras nacionales. Más bien era un proceso nacido del desarrollo dinámico de las fuerzas productivas mismas, las cuales se sacudían con convulsiones contra los límites impuestos por los estados-naciones.

En El programa de transición, Trotsky insistió que las leyes de la historia eran más poderosas que el aparato burocrático. Escribió que era imposible que la burocracia stalinista o los defensores socialdemócratas del capitalismo pudieran detener indefinidamente el mecanismo de la historia. Efectivamente, los acontecimientos venideros barrerían aquellos partidos y organizaciones que se fundamentaban en la coyuntura del momento y que buscaban la manera de explotarla.

Con la reestabilización del capitalismo mundial durante el período post-Segunda Guerra Mundial, la perspectiva de Trotsky en cuanto a la revolución socialista—la elaboración de una lucha unida del proletariado internacional contra el capitalismo y sus entidades burócratas—parecía perderse más y más en la distancia. De acuerdo a varios observadores de visión limitada, entre ellos Isaac Deutscher, biógrafo de Trotsky, esta perspectiva pertenecía a una época que ya había pasado a la historia.

Y verdaderamente que durante todo un período parecía que el principio fundamental del marxismo clásico—es decir, que a fin de cuentas el ímpetu motor del proceso histórico es la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción anticuadas—había dejado de tener significado. En el mundo postguerras, burocracias enormes habían dominado y regulado la economía y la política. No obstante, procesos económicos estaban tomando lugar, procesos que causarían el colapso casi repentino de todo el sistema político establecido después de la Guerra.

En febrero, 1990, justamente luego del colapso de la Muralla de Berlín, el Comité Internacional de la Cuarta Internacional explicó que la desaparición de los regímenes estalinista significaba el fin de la época postguerras. Visto que durante las décadas después de la Guerra los antagonismos fundamentales se habían mantenido apacibles bajo el peso de varias estructuras estatales y políticas, ahora había surgido una época que sería testigo al choque abierto de fuerzas clasistas antagónicas.

“La desintegración de los regímenes de la Europa Oriental,” declaramos en ese entonces, “no se puede explicar aparte del desarrollo de la economía mundial en conjunto. Los levantamientos sociales en Europa Oriental revelan no sólo la crisis del stalinismo. Son en realidad la expresión más avanzada de la crisis general del imperialismo mundial.”

Explicamos que el origen de esta crisis fue la integración internacional sin precedente de la producción, hecha posible por los desarrollos revolucionarios en la tecnología de computadoras y la expansión y el abaratamiento de todos los medios de comunicación y transporte.

Se expresó inicialmente—y no fue nada accidental—precisamente en esos regímenes que se habían basado acérrimamente en seguir un programa nacionalista; es decir, las naciones gobernadas por los stalinistas. Trotsky una vez comentó que aunque ejércitos imperialistas amenazaban al estado obrero, el peligro mayor provenía de las mercancías baratas que inmediatamente les seguían el paso. Con esto quiso enfatizar que, a fin de cuentas, el destino de la Unión Soviética no se determinaría principalmente en la esfera militar, sino en la esfera económica. En otras palabras, por la productividad obrera. Al fin y al cabo, la imposibilidad de avanzar la productividad obrera dentro de la estructura del viejo régimen había rendido al “socialismo en un país” totalmente inviable.

Aunque la aislada economía soviética pudo lograr cierto nivel de industrialización, esa misma industrialización planteó problemas económicos nuevos y más complejos. En la era de la tecnología de información y de computadoras (ordenadoras), la economía soviética se mostró más y más incapaz de sostenerse a sí misma debido a la mayor productividad obrera que la globalización de la producción capitalista había desarrollado.

En otras palabras, la muerte de los regímenes stalinistas, lejos de significar la muerte del marxismo y el fin del socialismo, en realidad volvió a reafirmar las contradicciones más básicas sobre las cuales el marxismo revolucionario siempre había basado su perspectiva. Fue no más que la expresión inicial de una crisis profundizante de todo el sistema de estados-naciones que la globalización de la producción había creado.

La trayectoria del desarrollo capitalista

Hagamos ahora un análisis más detallado de los procesos económicos que causan esta crisis.

Los varios grupos radicales sostienen que la mayor integración nacional del capitalismo ocurrió antes del 1914. Afirman además que es sólo durante el período más reciente que los negocios y las inversiones han alcanzado, relativo a la producción nacional, los niveles de hace ochenta años.

Concedamos este último punto aunque todavía tengamos las dudas anteriores. No obstante, lo importante es analizar las conclusiones. El período de internacionalización durante los cincuenta años anteriores al 1914 resultó en la explosión de guerras y revoluciones. Si el capitalismo ahora decide emprender el desarrollo de la globalización integrada, es inevitable que las contradicciones sean aún más explosivas.

En otras palabras, en contradicción a las conclusiones de los radicales de la clase media—que la situación no ha cambiado para nada—un nuevo período de guerras y luchas revolucionarias ya está en pie. Un análisis de la economía política del Siglo XX pondrá en claro que los asuntos que todavía no se han resuelto serán la preocupación central del XXI. Al hacer este repaso, basaré mi análisis sobre los adelantos teóricos más avanzados y fecundos de Trotsky.

La labor que Trotsky desempeñó para elaborar las perspectivas, igual que todas sus contribuciones teóricas al marxismo científico—la teoría de la revolución permanente y el análisis del stalinismo para mencionar sólo dos—surgió de una lucha para armar políticamente a la vanguardia revolucionaria.

Ya era obvio para el Tercer Congreso de la Internacional Comunista en junio-julio, 1921, que el levantamiento revolucionario que había servido de ímpetu a la Revolución Rusa había retrocedido; que la Europa capitalista comenzaba a estabilizarse de nuevo. Apoyándose de las traiciones de la Social-Democracia, la burguesía había logrado seguir en el poder. Cierta mejora en el siclo comercial comenzaba a manifestarse debido a ciertos procesos económicos espontáneos.

Al mismo tiempo, la burguesía, a pesar de todos sus esfuerzos, no había podido derrocar a la Revolución Rusa, aun cuando invadió al país con catorce ejércitos imperialistas. Pero la revolución tampoco se había extendido. Era obvio que la revolución socialista en la Europa Occidental iba a ser un proceso mucho más prolongado y complejo de lo que se había anticipado después de la Revolución de 1917.

La reestabilización no sólo causó el mejoramiento económico que siguió las crisis de 1919-1920, sino que planteó una serie de cuestiones importantísimos referentes a la perspectiva histórica; cuestiones que tenían que resolverse si a la Internacional Comunista, recientemente fundada, se le iba proveer con el armazón político y teórico necesario para enfrentar la nueva situación.

Por una parte, los social-demócratas sostenían que el mejoramiento de la economía capitalista justificaba su oposición a la Revolución Rusa y al “aventurismo” de los bolcheviques. Arguyeron que éstos habían justificado la toma del poder basándose en la teoría que el capitalismo había comenzado su desintegración histórica. Pero ahora la economía resuscitaba luego de una era tumultuosa y demostraba que el camino al socialismo, tal como antes de la guerra, se podía viajar por medio de la acumulación gradual de los beneficios que el movimiento obrero obtuviera, no con “la toma del poder”.

Una tendencia de oposición “izquierdista” surgió dentro de la Internacional Comunista que en efecto puso a la línea social-demócrata de cabeza. Según la visión de esta tendencia, el capitalismo había entrado en una época histórica de decaimiento irreversible. Ya no había posibilidad que la economía mejorara. Cualquier mención que ésta podía restaurarse o reestablecerse era igual que repudiar por completo todo el análisis histórico del marxismo y adoptar la política oportunista de la Social-Democracia.

Los “izquierdistas” insistían que el capitalismo había entrado en su crisis “final” y por lo tanto ya estaba al punto de fallecer. La guerra era prueba. Por lo tanto, las tácticas del partido tenían que basarse en desarrollar una ofensiva permanente de la clase obrera. Esta teoría tuvo sus concecuencias más trágicas en Alemania en marzo, 1921, cuando el joven Partido Comunista Alemán lanzó la lucha insurreccionaria sin suficiente apoyo de las masas.

Al desarrollar la perspectiva de la Internacional Comunista, Trotsky emprendió un estudio de la relación entre los ciclos comerciales del capitalismo—las fluctuaciones de prosperidad, quiebra, recesión y recuperación—y de los procesos de mayor duración, que designara “la trayectoria del desarrollo capitalista”. Nadie había antes emprendido semejante análisis.

Trotsky comienza su informe al Tercer Congreso demostrando que, contrario a lo que los mencheviques aseveraban, el capitalismo no había restaurado su equilibrio anterior. Señala que, lejos de crear condiciones nuevas para la expansión continua, el capitalismo comienza a toparse con problemas, aun cuando la producción llega a los niveles que existían anterior a la guerra.

Dirigiéndose a la relación entre los ciclos de corto plazo y los procesos de largo plazo del desarrollo capitalista, Trotsky continúa:

“Los economistas burgueses y reformistas que tienen interés ideológico en ameliorar los problemas del capitalismo dicen que la crisis actual, por sí sola, no prueba nada; al contrario, es una ocurrencia normal. Después de la guerra, vimos la prosperidad industrial, y ahora padecemos una crisis. Sigue, pues, que el capitalismo está vivito y coleando.

“Y verdad que sí: el capitalismo vive de las crisis y la prosperidad repentina. En esto se parece al ser humano, que inhala y exhala para vivir. Primero aparece la prosperidad repentina en la industria. Lo sigue la parálisis y luego la crisis seguida por la cesación de esa crisis. Se mejora la situación. Llega otro auge de prosperidad. Lo sigue otra parálisis y así ad infinitum.

“La crisis y la prosperidad se combinan con todas las fases de transición que constituyen un ciclo o uno de los grandes círculos de desarrollo industrial. Cada ciclo dura de 8 a 9 o de 10 a 11 años. Debido a las contradicciones internas, el capitalismo, pues, no progresa en línea recta sino en zigzag, con alzas y bajadas. En esto se basa la siguiente alegación de los apologistas del capitalismo: después de la guerra, al observar la sucesión de prosperidad y crisis, todos colaboran para que el capitalismo logre lo mejor de este mundo, que es el mejor de todos. El hecho que el capitalismo después de la guerra continúa oscilando de forma cíclica sólo significa que éste todavía no ha fallecido, que todavía no estamos negociando con un cadáver. Las crisis y los períodos de prosperidad son naturales al capitalismo desde que nació y lo acompañarán a su tumba. Pero para determinar la edad y la salud general del capitalismo—para establecer si todavía está evolucionando, si ha madurado o si está decayendo—hay que hacerle un diagnóstico a los ciclos. Se le puede diagnosticar al organismo humano de la misma manera, tomando en cuenta si la respiración es regular o espasmódica, profunda o superficial, etc.” [16]

El análisis fundamental del informe de Trotsky fue sujeto a debate intenso durante el Congreso y después. En su informe al Cuarto Congreso en noviembre, 1922, Trotsky recapitula el debate de la siguiente manera:

“Las tesis del Tercer Congreso sobre la situación mundial correctamente definieron las características fundamentales de toda nuestra época como las de mayor crisis histórica del capitalismo. En el Tercer Congreso enfatizamos que era indispensable distinguir claramente entre la crisis mayor o histórica del capitalismo y el ciclo económico-industrial. Permítanme recordar que hubo un debate bien prolongado en los comités y especialmente durante las sesiones plenarias. Nos opusimos a varios camaradas cuando defendimos el punto de vista que, en el desarrollo histórico del capitalismo, hay que distinguir claramente dos tipos de trayectorias: la trayectoria fundamental que representa el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas, el crecimiento de la productividad obrera, la acumulación de la riqueza, etc.; y la cíclica, que representa la ondulación períodica de auges de prosperidad y de crisis, la cual se repite más o menos cada nueve años. La correlación entre estas dos trayectorias hasta ahora no se ha elucidado en la literatura marxista o, que yo sepa, en la literatura sobre le economía en general. No obstante, la cuestión es de mayor importancia teórica y política”. [17]

Un repaso de la historia de la economía establece bien claro estas etapas diferentes de la trayectoria del desarrollo capitalista. El período entre, digamos, 1789 y aproximadamente 1850 se caracteriza por un ritmo relativamente lento. Entre 1851 y más o menos 1873, el capitalismo en seguida atraviesa por un período de expansión rápida. Los ciclos de corta duración se caracterizan por auges de posperidad que son sumamente vigorosos y depresiones que, aunque bastante dolorosas, son de duración relativamente corta y seguidas inmediatamente por un alza. Después de 1873, el clima de los próximos veinte años es muy diferente. Este período, caracterizado por precios y ganancias que declinan, solía llamarse La Gran Depresión. Luego, desde a mediados de los 1890, la trayectoria de desarrollo asciende empinadamente y continúa hasta 1913. La economía capitalista tiene alzas en el ciclo económico después de la guerra, pero no hay retorno a las condiciones anterior a la guerra. No es hasta 1945 que un nuevo alza en la trayectoria de larga plazo comienza. Este dura hasta 1973; es decir, durante el período de prosperidad post-Segunda Guerra Mundial. Es bastante obvio que el clima económico luego de 1973 es muy diferente al de los 25 años anteriores. Durante la prosperidad, el desempleo duraba poco, aun cuando la fuerza laboral se expandía. Ahora, por ejemplo, el clima económico se define por el hecho que en Europa no se ha creado un sólo empleo de jornada completa desde 1973.

La construcción del orden post bélico

En su informe al Tercer Congreso, Trotsky insistió que la restauración del equilibrio capitalista estaba lejos de realizarse, inclusive con el alza que el ciclo económico había tenido desde 1920. Naturalmente, surgió la pregunta: ¿era posible que semejante restauración sucediera? ¿Podría darse un nuevo período de prosperidad en la trayectoria del desarrollo capitalista? Señalando que ese período era por lo menos teóricamente posible, Trotsky bosquejó las condiciones que podrían producirlo.

“Si concedemos por el momento que la clase obrera ha de fracasar en entablar la lucha revolucionaria y que le permitirá a la burguesía dirigir el destino del mundo por muchos años—digamos dos o tres décadas—entonces algún tipo de equilibrio seguramente se establecerá. Europa se irá de retaguardia. Millones de trabajadores europeos morirán de desempleo y manutención, Los Estados Unidos se verá obligado a re orientarse en el mercado mundial y a reconvertir su industria, pero se verá limitado por un período considerable. Luego, después que se restablezca una nueva división de labor que agonías por diez o quince años, es posible que una nueva época de prosperidad capitalista podría seguir”. [18]

Trotsky descartó esta perspectiva en 1921 precisamente debido a su carácter sumamente abstracto, pues no tomaba en cuenta ni a la lucha de la clase obrera ni a la lucha de la vanguardia revolucionaria para dirigirla a la conquista del poder. Pero la verdad es que la burguesía sí logró afianzarse al poder, no porque la lucha de la clase obrera fracasara, sino a razón de las traiciones de sus dirigencias socialdemócratas y stalinistas. Resultado: luego de 25 años agonizantes, la burguesía logró establecer un nuevo equilibrio capitalista y así cementó las bases para la prosperidad económica post-bélica.

Pero ésta estaba lejos de ser proceso automático. En primer lugar, la condiciones políticas anteriores habían consistido de la traición de los levantamientos revolucionarios obreros y de las masas oprimidas por parte de las burocracias socialdemócratas y stalinistas. La línea que guiaba a la burocracia stalinista era la de prevenir la revolución social a todo costo, lo cual había sido su perspectiva durante la Guerra Civil Española, cuando estranguló la revolución para demostrar que estaba dispuesta a coexistir con el imperialismo.

Ahora esta política se extendía por todo el mundo. En 1943, Stalin disolvió la Internacional Comunista para demostrarle su buena fe a los poderes imperialistas. La base de los acuerdos de las conferencias de Teherán, Yalta y Potsdam era que la burocracia stalinista bloquearía cualquier desarrollo socialista revolucionario en el occidente y el imperialismo, en cambio, reconocería una esfera de influencia soviética—una zona valla—en Europa Oriental. Al cumplir con este arreglo, los partidos comunistas de Italia y de Francia entraron en gobiernos de coalición burguesa durante el período justamente después de la guerra. Por su parte, la Unión Soviética traicionó los partidarios de la Guerra Civil Griega.

A medida que la Segunda Guerra Mundial concluía, círculos gubernamentales de Los Estados Unidos prestaron su atención a la creación del orden político-económico post bélico. Era obvio que tendrían que haber cambios drásticos o el mundo se vería lanzado de nuevo a las condiciones de los 1930, amenazando así al orden capitalista entero con la posibilidad de la revolución social.

Más que otra cosa, era obvio que el sistema de comercio internacional tenía que reedificarse casi en su totalidad. Si a los años entre 1870 y 1914 se les puede catalogar como período de integración global creciente a consecuencia de las fluctuaciones comerciales y las inversiones, entonces el período entre 1914 y 1945 tiene que caracterizarse por la desintegración global, la cual en el Siglo XX, según se ha escrito, equivale a la Guerra de los Treinta Años que devastara a Europa durante el Siglo XVII.

El mercado mundial se fracturaba y se dividía más y más a medida que las fluctuaciones internacionales del capital para las inversiones se secaban casi totalmente. Desde 1929, año de la caída de Wall Street, hasta 1932, nadir de la Depresión, el valor del comercio internacional decayó un 66 por ciento. El mundo comenzó a dividirse más y más en una serie de alianzas: la alianza esterlina, la alianza basada en el dólar, la alianza basada en el yen, la alianza del sureste europeo con sus bases en Alemania.

Ya para los primeros meses de 1943, con la derrota de los ejércitos nazis en la Batalla de Stalingrado y los avances del Ejército Rojo, era obvio que la derrota de los poderes Axis era cuestión de tiempo. El Departamento de Estado del gobierno de Roosevelt comenzó a prestarle atención al tipo de orden económico que tenía que construirse una vez que la guerra terminara. Entre los objetivos más importantes de la política estadounidense era la abolición de las alianzas y las restricciones comerciales. La intención de los EE.UU. era no solamente disolver los imperios alemán y japonés, sino también desmantelar la alianza esterlina de la Gran Bretaña. Por cierto que durante las primeras discusiones entre Churchill y Roosevelt, los norteamericanos insistieron que la preferencia imperial, establecida en los acuerdos de Ottawa de 1932, tenía que terminarse.

En diciembre, 1943, el Departamento de Estado lanzó un informe de comité que insistía: “Una gran expansión en el volumen del comercio internacional después de la guerra será esencial para lograr el empleo total y efectivo en Los Estados Unidos y para conservar, por doquier, la empresa libre y el éxito de un sistema de seguridad internacional que prevenga las guerras del futuro”.

La Conferencia Monetaria y Sobre la Economía que se llavara a cabo en Bretton Woods, New Hampshire, en julio, 1944, cementó las bases para el sistema económico post-bélico. La piedra angular del acuerdo de Bretton Woods era el dólar, que en efecto funcionaría como moneda internacional. Las monedas de los otros países capitalistas quedarían ligadas a él por medio de divisas fijas. A la vez, el dólar se podía canjear por oro a $35 la onza. Se formó un Fondo Internacional Monetario para proveer asistencia de corto plazo a los países que tenían dificultades con sus balanzas de pago y así obviar la necesidad de introducir los controles monetarios y las restricciones arancelarias que habían producido las consecuencias desastrosas durante los 1930.

La burguesía estaba extremadamente consciente que, luego de haber arrastrado a la humanidad por dos guerras mundiales y los horrores de la Gran Depresión, no sobreviviría si el período post bélico retornaba a las condiciones de los 1930. En un discurso al congreso estadounidense en marzo, 1945, William Clayton, Secretario Asistente de Estado para Asuntos Económicos, advirtió que cualquier regreso a las tarifas altas tendría consecuencias desastrosas. Declaró: “El tipo de guerra económica internacional que se entablara entre las dos guerras mundiales siempre pondrá a la paz mundial en grave peligro...La democracia y la empresa libre no sobrevivirán otra guerra mundial”.

Aunque la reedificación del sistema internacional de comercio y de finanzas era de importancia primordial, no era lo suficiente para establecer un nuevo equilibrio. La cuestión económica clave a la cual el capitalismo mundial se enfrentaba era la necesidad de incrementar la extracción de la plusvalía como base para la expansión de la acumulación del capital. Esto requería nada menos que la reedificación de Europa.

Un sistema de producción completamente nuevo tenía que introducirse para aumentar la productividad de la mano de obra y la cantidad de plusvalía extraída de la clase obrera a un nivel enorme; un aumento mucho mayor de lo que se había logrado con los métodos utilizados antes de la guerra.

Este sistema nuevo ya se había desarrollado—y anunciado su llegada—con la inauguración de la fábrica de automóviles basada en la cadena de montaje que Henry Ford había establecido en Highland Park en 1913. El sistema de cadena de montaje no fue simplemente una invención de Ford. Fue la culminación de una lucha entablada por la burguesía industrial desde la época de la gran depresión durante el Siglo XIX para desarrollar nuevos métodos de reducir gastos y aumentar la productividad.

La cadena de montaje en las fábricas reunió toda una serie de cambios que habían ocurrido en las industrias del envase de carne y de la conserva de alimentos, la metalurgia y la cortadura de metales, la manufactura de piezas metálicas uniformes, el uso de la electricidad para facilitar de manera más lógica la organización de los talleres de fábricas y en la gerencia y la organización de las empresas.

Estos métodos de fábrica modernos terminaron en el desarrollo frenético del capitalismo estadounidense durante la primera guerra Mundial y los 1920. Pero esto no se tradujo en expansión general de la economía capitalista, pues esta se produjo principalmente a costillas de Europa.

La burguesía europea respondió a la presión sobre la tasa de ganancias y la acrecentada competencia de los Estados Unidos no por medio del desarrollo de métodos nuevos de producción, sino a través de monopolios y otras estructuras monopolistas para tratar de limitar la producción y controlar los precios.

Desde el punto de vista de la empresa privada, esto fue una reacción lógica, pues lo que se buscaba era la protección del valor de su capital y mantener su porción de la plusvalía disponible. Desde el punto de vista del capitalismo en general, sin embargo, dicho método sólo profundizaba la crisis de las ganancias.

Pero para la burguesía no existía ninguna otra salida. La aplicación de los métodos estadounidenses— eran mucho más fructíferos—basaba en un volumen de producción mayor a costo menor y requería que el mercado quebrara sus fronteras nacionales y abarcara a toda Europa. No obstante, cada sección nacional de la burguesía, como la francesa, la alemana, la italiana y la británica, seguía ampliando los controles y las barreras nacionales para fortalecer su propia situación a costillas de sus rivales.

El resultado fue que el capitalismo estadounidense, que con tanta rapidez había evolucionado en los 1920, chocó de golpe contra las barreras que el caos europeo había erigido y que le cerraban el paso a su expansión. Resultado: la Gran Depresión de los 1930.

En un asombroso artículo publicado en 1933 titulado, El nacionalismo y la vida económica, Trotsky describió los procesos económicos en juego. Explicó que la evolución de la productividad de la mano de obra era, a fin de cuentas, el actor determinante en el desarrollo y decaimiento de las formaciones sociales.

“La ley de la productividad de la mano de obra,” escribe, “es de significado decisivo para las relaciones entre Europa y Los Estados Unidos y, en lo general, para determinar la ubicación de Los Estados Unidos en el mundo. La contribución principal yanqui a la ley de la productividad de la mano de obra se llama “la cadena de montaje”; es decir, la producción uniforme o a gran escala. Parecía que por fin se había descubierto el lugar por donde la palanca de Arquímedes volcaría al mundo. Pero el viejo planeta rehusa volcarse. Todos se defienden contra todos y se protegen a sí mismos con murallas costumbristas y el filo de las bayonetas. Puede que Europa ya no compra mercancías y ya no paga sus deudas, pero se arma. Con sólo cinco miserables divisiones militares, el Japón se apodera de todo un país. La técnica más adelantada del mundo de repente se presenta impotente ante los obstáculos que una técnica más atrasada ha levantado”. [20]

Parecía, Trotsky continúa, como si la ley de la productividad de la mano de obra hubiera perdido su poderío, pero eso era sólo una apariencia. El capitalismo estadounidense tenía que cederle paso a métodos nuevos para lograr extenderse por todo el globo terráqueo. Métodos más eficaces tenían que conquistar a métodos más atrasados. ¿Cómo podía esto cumplirse? Con la guerra.

Las predicciones de Trotsky se cumplieron con la participación de Los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y con la vasta reorganización económica que se puso en práctica después de la guerra.

El sistema monetario de Bretton Woods fue sólo el primer paso. Su operación eficaz suponía un aumento en la producción, el comercio y las inversiones; aumento que sería consecuencia de la mejora en las ganancias. Pero los mecanismos de Bretton Woods, por su propia cuenta, no hicieron lo menor para que esto sucediera.

La cuestión fundamental para la estabilización de Europa y del capitalismo mundial era el establecimiento en Europa de los métodos más fructíferos que el capitalismo estadounidense había creado y, con tal de extender la economía capitalista en general, un régimen económico que eliminara las restricciones y las barreras nacionales que habían conducido a los desastres de los 1930. Esta fue la piedra angular del Plan Marshall.

El objetivo del plan—inyectarle a Europa $17 mil millones durante tres años—no era simplemente superar la crisis económica europea del momento o reedificar la industria europea. Existía bastante conciencia que si la industria se reconstruía sobre las bases antiguas, surgirían de nuevo todas las contradicciones que habían conducido a dos guerras durante toda una generación. El Plan Marshall trató de establecer el marco político-económico para extender la acumulación de la plusvalía en Europa, abriéndole así paso a la expansión el capital estadounidense. Cuando Marshall reveló el plan en junio, 1947, dejó bien claro que los fondos no se le iban a entregar a naciones particulares, sino que servirían para lograr la integración europea y así facilitar el movimiento libre de las mercancías y el capital.

La organización de las industrias del carbón y el acero tenía que ponerse en práctica. A menos que grandes mejoras, basadas en métodos menos costosos, se lograran en la industria del acero, los procesos de producción a gran escala no podían desarrollarse. En un discurso ante el congreso de Los Estados Unidos sobre el Plan Marshall—que planteaba la formación de una Comunidad Europea del carbón y el acero—Paul Hoffman, ex presidente de la fábrica automovilística Studebaker y partidario importantísimo del plan, dijo:

“Hasta ahora los precios han estado demasiado altos y los salarios demasiado bajos para que la gente compre los productos de la industria del acero. Y tanto es así que compran los productos de nuestra industria aquí mismo. Tomamos una tonelada de acero y la convertimos en automóvil, pero ya se sabe que es muy poca la gente que puede darse el lujo de comprar un automóvil en Europa. Por lo tanto, si comenzamos este proceso, es decir, si aumentamos los sueldos y reducimos los precios, podemos apoderarnos de un mercado europeo que se extenderá enormemente. Resultado: un aumento en la productividad. Henry Ford nos introdujo a este novedoso principio, que fue lo suficiente para empezar una revolución que todavía nos beneficia. Creo que el Plan Schumann dará el mismo resultado en Europa.

En otras palabras, el objetivo del Plan Marshall era el de crear condiciones para extender la acumulación del capital por medio de la introducción de los métodos de cadena de montaje que ya se habían desarrollado en Los Estados Unidos.

A través del conflicto violento de la Segunda Guerra Mundial y consecuentemente del complejo proceso político-económico de la reedificación post bélica, la ley de la productividad de la mano de obra—tal como Trotsky había aseverado—se imponía.

Un equilibrio regulado a nivel nacional

El sistema de los Planes de Bretton Woods y Marshall cementó las bases para el nuevo equilibrio capitalista. Es decir, formó el marco para extender la reproducción del capital, basado en el desarrollo de un nuevo régimen de producción que incrementaría el volumen de la plusvalía extraída de la clase obrera.

Pero el restablecimiento del equilibrio capitalista de ninguna manera significaba la restauración del sistema que había existido antes de la Primera Guerra Mundial, el cual se basaba en el comercio libre y el movimiento internacional del capital y de las finanzas destinadas a las inversiones. En la esfera económica, todos los gobiernos capitalistas imponían controles y restricciones bien estrictos.

La década anterior, Keynes, quien junto con Harry Dexter White había sido el arquitecto principal del acuerdo de Bretton Woods, declaró: “Es posible que existan cálculos económicos que muestren que quizás sea provechoso invertir mis ahorros en cualquier 25% del globo poblado que muestre la mayor eficacia marginal del capital o la mayor tasa de interés. Pero se acumulan experiencias que indican que la distancia entre la propiedad y la operación de ésta causa grietas en las relaciones entre los hombres; distancia que, a lo largo, probable o ciertamente resultará en presiones y antagonismos que reducirán los cálculos económicos a cero. Simpatizo, por consiguiente, con aquellos que quieren reducir a lo mínimo, y no aumentar a lo máximo, los embrollos económicos entre las naciones. Las ideas, el conocimiento, la ciencia, la hospitalidad, y el viajar son cosas que por su propia naturaleza deberían ser de índole internacional. Dejemos que las mercancías se fabriquen en sus propios hogares siempre que sea posible y conveniente y, ante todo, permitámosle al capital que sea principalmente nacional”.

Estos sentimientos formaron la piedra angular del Acuerdo de Bretton Woods. Hablando ante una conferencia, el Sr. Morgenthau, Secretario de la Tesorería estadounidense, declaró que “el objetivo consistía en arrojar a los prestamistas usureros del templo de la economía internacional”. Keynes explicó que una de las condiciones permanentes del acuerdo era el derecho explícito que éste le confería a todos los gobiernos para controlar el movimiento del capital. En consecuencia, “lo que antes se consideraba herético ahora se defiende como ortodoxia”.

La oposición a la fluctuación libre del capital financiero no surgió de ninguna teoría económica, sino del comprendimiento de la situación política a la cual la clase capitalista se enfrentaba. Los políticos burgueses de todo el mundo tenían la perspicacia que se enfrentarían a batallas enormes que probablemente tendrían consecuencias revolucionarias a menos que a la clase obrera se le hicieran grandes concesiones. Por ejemplo, un programa que estableciera una tasa de 100% de empleo y medidas para mejorar el bienestar social.

Pero un programa para establecer una gerencia exigente y también una política que mejorara el bienestar social habría sido imposible si las empresas hubieran podido cambiarse de un país a otro para gozar de impuestos menores. Para poder hacerle concesiones a la clase obrera—concesiones financiadas por medio de deducciones a la plusvalía acumulada— requería que al capital se le atara al terreno nacional.

La restabilización que tomó lugar luego de la guerra creó el marco político-económico para una mejoría en la trayectoria del desarrollo capitalista. La amplitud de esta mejoría se puede notar en varias estadísticas. Por ejemplo, la tasa compuesta del aumento promedio anual para los dieciséis países principales de OECD fue 2.9% entre 1900 y 1913, 2% del 1913 al 1950 y 4.9% entre 1950 y 1973. Estas cifras del aumento en la productividad fueron de 1.8%, 1.9% y 4.5 % respectivamente durante los mismos períodos. Un análisis de estas cifras, consideradas en conjunto, revela que esta mejoría fue resultado de métodos más productivos ya establecidos en Los Estados Unidos que se expandieron a los otros países capitalistas principales. Mientras que en Los Estados Unidos la productividad por cada hora laboral por hombre creció 2.4% anualmente durante los períodos entre 1913-1950 y 1950-1973, ésta aumentó en Alemania del 1% al 6% entre los dos períodos, en Inglaterra del 1.6% al 3.2%, en Japón del 1.7% al 7.6% y en Italia del 1.7% al 5.5%.

La prosperidad que tomó lugar después de la guerra vio el restablecimiento de todas las teorías reformistas que ya habían sido desacreditadas. Ahora se afirmaba que, aunque el capitalismo sin restricciones había revelado cierta problemática, las nuevas técnicas y el programa keynesiano la habían dado a los gobiernos capitalistas la capacidad para regularla. Estas teorías se expresaron en ciertos círculos radicales, sobretodo en la tesis de Ernesto Mandel, quien sostenía que el capitalismo había entrado a la etapa mayor del nuevo capitalismo, el se caracterizaba por la intervención del estado para prevenir las crisis. También se expresaron en la teoría del capitalismo estatal de Michael Kidron, la cual mantenía que el desarrollo de la “economía permanente basada en las armas” había suplantado las contradicciones históricas de la economía capitalista.

Mientras que el período post bélico vio a la mejoría continua de mayor duración en la historia del capitalismo mundial, es decir, en proporción directa a los treinta años de destrucción sin paralelo que le precediera, ninguna de las contradicciones centrales y fundamentales del sistema capitalista se resolvió. Es más, la misma expansión económica del período post bélico condujo a su intensificación.

Hemos visto que, al nivel más fundamental, la historia económico-política del Siglo XX se basa en la contradicción que existe entre el desarrollo internacional de las fuerzas productivas por una parte, y. por otro, el sistema de naciones-estados en la cual se arraigan la propiedad privada y las ganancias capitalistas.

La Revolución Rusa de 1917 representa la primera vez que la clase obrera internacional intentó resolver esta crisis y adelantar a la humanidad a través de la revolución socialista mundial. Esto fracasó.

Los acuerdos de Bretton Woods-Marshall durante el período posterior a 1945 representan las intenciones de la burguesía, quien había aprendido las lecciones de sus experiencias de 1917, de resolver la contradicción, o por lo menos amenizarla, al utilizar el poder político del estado-nación para regular la economía capitalista mundial. Pero ese intento ahora ha fracasado a causa de las contradicciones irresolubles del modo de producción capitalista mismo.

Es paradójico que el sistema económico de Bretton Woods se haya quebrado y luego derrumbado no por que haya fracasado, sino precisamente porque logró resucitar la economía capitalista.

La piedra angular del sistema fue el dólar estadounidense como moneda mundial. El dólar sólo pudo desempeñar tal papel debido a la supremacía económica de Los Estados Unidos sobre sus rivales en Europa y Japón. Esta supremacía se reflejó en la demasía proveniente de la balanza del comercio—el exceso de las exportaciones sobre las importaciones—que aseguraron la escasez del dólar en el resto del mundo.

Durante los primeros años después de la guerra, el problema principal era el de asegurar suficiente liquidez internacional a través de la fluctuación de dólares para financiar el comercio internacional. En otras palabras, para que el sistema de Bretton Woods funcionara bien, Los Estados Unidos tenía que tener un déficit en la balanza de pagos. Pero una porción considerable de ese déficit se utilizó para financiar la reedificación de la industria europea, lo cual a su vez paulatinamente debilitó la supremacía relativa de Los Estados Unidos. Es decir, la misma reedificación de Europa—objetivo de Bretton Woods—tendía a debilitar la balanza comercial de EE.UU. y por lo tanto la fortaleza del dólar, sobre el cual dependía todo el sistema. Estas contradicciones no surgieron porque los que diseñaron el sistema eran incompetentes. A fin de cuentas, éstas reflejaron que al dólar—moneda de una nación-estado—se le había pedido que desempeñara el papel de moneda mundial.

Mientras más larga la duración de la prosperidad, más se socavaba la superioridad de Los Estados Unidos sobre sus rivales. La escasez del dólar comenzó a convertirse en demasía. Ya para 1958, por ejemplo, los dólares en manos extranjeras excedía el oro que respaldaba al dólar en el Fuerte Knox.

La base fundamental del sistema de Bretton Woods era el control de la economía internacional por parte de los gobiernos nacionales. Era Wall Street, y no Washington, la que debía regular la fluctuación del capital internacional. Pero este control era socavado por las mismas medidas que eran tan vital para la restabilización post bélica.

Entre los objetivos principales de la reedificación de la post guerra era hacer de Europa una arena para las inversiones estadounidenses. Y esta política tuvo gran éxito a medida que gran cantidad de empresas de los Estados Unidos se mudaban a Europa y formaban compañías multinacionales. Estas mismas organizaciones, sin embargo, luego desempeñarían un papel clave en socavar el control de Washington sobre el sistema económico internacional.

Siempre que Los Estados Unidos mantuviera una gran balanza comercial favorable, todos los dólares en cuentas bancarias extranjeras encontraban su rumbo de vuelta a las transacciones del comercio internacional, bajo condiciones en que Europa necesitaba todos los dólares que aparecieran para pagar por las mercancías estadounidenses. Pero para fines de los 1960, el aumento de la balanza de dólares en Europa comenzó a exceder la demanda por los productos estadounidenses. Esto a su vez condujo al establecimiento de un mercado de bonos basado en el eurodólar; mercado que con mayor fuerza se desarrollaba fuera del control de Washington y de cualquier otro gobierno nacional.

A medida que la demasía de dólares en el extranjero de Los Estados Unidos acrecentaba durante los 1960, el mercado del eurodólar también se expandía, a pesar de los esfuerzos de los gobiernos estadounidenses para ejercer control sobre la fuga del capital fuera de Los Estados Unidos. Las empresas y bancos estadounidenses que operaban en el extranjero descubrieron que, al recurrir al mercado del eurodólar, podían circundar los controles impuestos por su propio gobierno. Haciédole un resumen a este proceso, la revista estadounidense Business Week declaró: “Ninguna fuerza responsable por la creación y extensión de los mercados europeos libres y de las bancas de dinero que no le pertenecen a ninguna sola nación ha sido tan poderosa como la necesidad de las 450 empresas mayores [la mayoría de las cuales tienen sus bases en Los Estados Unidos] del mundo. En sus operaciones expansionistas por todo el mundo, estas enormes...empresas han creado la demanda por el acceso libre al dinero sin respeto a las fronteras nacionales”. [21]

La crisis creciente del sistema de Bretton Woods se reflejó en la caída galopante de las reservas de oro estadounidenses que respaldaban al dólar. Del 1950 al 1955, el valor del oro en Fort Knox disminuyó de $23 mil millones a $22. Pero durante los próximos cinco años, declinó $4 mil millones adicionales. La tasa de disminución aumentó empinadamente en los 1960, con tal que para 1968 el nivel de reservas de oro se acercaba a los $10 mil millones, apenas más de lo mínimo que se consideraba necesario para mantener el sistema de Bretton Woods a flote.

El día de año nuevo, 1968, el presidente Johnson anunció una serie de medidas con el objetivo de reducir el déficit en la balanza de pagos estadounidenses y ponerle paro a la fuga de dólares hacia el extranjero. Si comparamos estas medidas con la historia de los mercados bancarios de hoy día, parecen bastante severas. Aun cuando la Gran Bretaña, Australia, Canadá y el Japón tenían que reducir las inversiones al 65% de los niveles de 1965-66, en Europa Occidental había que ponerle paro a toda inversión extranjera nueva. Las medidas casi no tuvieron ningún impacto. En gran parte fueron circundadas por el mercado del eurodólar, el cual se convertía más y más en mercado bancario internacional. La fuga del capital estadounidense hacia el extranjero continuaba, alcanzando $11 mil millones en 1970 y $30 mil millones en 1971. En comparación, la fuga mayor de este capital había sido durante 1960 y 1968, cuando alcanzó los $3.4 mil millones.

El mercado del eurodólar se expandía firmemente, aumentando de $9 mil millones en 1964 a $44 mil millones en 1969 y $80 mil millones para 1972.

El golpe fatal al sistema de Bretton Woods llegó el 15 de agosto de 1971, cuando el presidente Nixon anunció que iba a eliminar al oro como respaldo del dólar estadounidense. Las tasas fijas de intercambio entre las monedas de los países capitalistas mayores se restablecieron bajo el Acuerdo Smithsonita al concluir el 1971. Sin embargo, la presión contra el dólar estadounidense continuó en los mercados de moneda. En febrero, 1973, el sistema de tasas fijas de intercambio se abolió. Ahora las monedas principales flotaban una contra la otra.

Es útil considerar las alternativas a las cuales Nixon se enfrentaba para poder enfocar claramente las fuerzas que condujeron al colapso del sistema de Bretton Woods. ¿Qué habría sido necesario para mantener la paridad entre el dólar y el oro? Se habría tenido que reducir el déficit en la balanza de pagos radicalmente, poniéndole restricciones a las inversiones en el extranjero y erigiendo barreras de impuestos para reducir las importaciones. Habría habido una reducción rigurosa de la fluctuación internacional de la liquidez. Las tasas de interés habrían aumentado. En otras palabras, para mantener al sistema de Bretton Woods, habría sido necesario crear una recesión prolongada. Tan pronto como la economía mundial resucitara, todos los factores que habían conducido a la crisis se reafirmarían de nuevo. Es decir, hacer funcionar el sistema de Bretton Woods significaba que la economía mundial tendría que mantenerse en un estado de recesión perpetua. Analizar el punto de esta manera aclara el significado histórico de la conclusión del sistema de Bretton Woods: el primer quebrantamiento de la regulación nacional de la economía mundial; quebrantamiento de mayor importancia en el primer desarrollo de las fuerza productivas que los acuerdos de Bretton Woods habían sido diseñados para crear.

Fin de la prosperidad post-bélica

Las divisas fijas por fin se abandonaron en 1973. Fue otro momento clave en la trayectoria del desarrollo capitalista. La recesión internacional de 1974-75, que representara el mayor deterioro de la economía capitalista mundial desde los 1930, siguió la crisis inflacionaria a principios de los 1970. Para 1976 ya cierta recuperación había comenzado, pero no habría retorno a las condiciones de los 1960. La situación económica se caracterizó por el desempleo y la inflación, ambos de larga duración, que aumentaban lenta pero de manera segura.

Muchas estadísticas acentúan los cambios cualitativos en el capitalismo mundial de esta época. Durante el período entre 1974 y 1983, por ejemplo, la tasa de ganancias de los negocios corporativos en siete de los grandes países capitalistas avanzados disminuyó a dos tercios del nivel que había alcanzado entre 1960 y 1969. Y en los negocios de fábrica, donde la tasa de ganancias había bajado a un cincuenta por ciento de lo que había sido durante la década de los 1960, la caída fue mucho más estrepiosa. Las tasas de crecimiento para los países mayores de OECD cuentan la misma historia al declinar de 4.7 por ciento entre 1968 y 1973 a 2.6 por ciento entre 1973 y 1979. Las tasas de productividad muestran una caída correspondiente: disminuyeron 4.0 por ciento entre 1960 y 1967 a 3.7 por ciento entre 1967 y 1973, y a 1.6 por ciento entre 1973 y 1984.

El capitalismo mundial no se enfrentaba solamente a ganancias declinantes y a crisis económicas que empeoraban. Estos problemas también—y hasta cierto punto también fueron consecuencias—del levantamiento de la clase obrera y de las masas oprimidas entre 1968 y 1975. La posibilidad de situaciones revolucionarias surgió en varios países: Francia, Chile, Portugal y España para mencionar varios. Pero el potencial de estas luchas no se realizó, debido sobretodo al papel de los stalinistas y los socialdemócratas, quienes recibieron la asistencia de varias tendencias radicales de la clase media. Todos contribuyeron para prevenir que la ola de militancia se convirtiera en desafío para ganar el poder. El papel contrarrevolucionario del Partido Comunista en Francia durante los eventos de mayo-junio de 1968 ha sido bien documentado, pero éste se repitió en país tras país.

La burguesía logró mantenerse en el poder, pero no pudo resolver la crisis económica que la turbulencia a principios de los 1970 había anunciado. La caída de la tasa de las ganancias significó que el régimen de producción basado en cadena de montaje había llegado a su fin. Varias veces se trató de acelerar la mano de obra en las fábricas para extraer mayor productividad (sin aumentar los sueldos), pero esta práctica sólo provocó mayor militancia y rebeliones en los talleres.

El capital tenía que diseñar métodos de producción totalmente nuevos para poder reducir los costes significantemente y aumentar la productividad de la mano de obra. Estos métodos, importantísimos desde el punto de vista de los intereses del capital en general, no se presentaron como parte delicada de un plan, pero surgieron de las luchas violentas del mercado.

La primera reacción de la industria de la manufactura a la crisis de las ganancias no consiste en introducir métodos de producción nuevos—lo cual es bastante arriesgado - sino en mantener los precios por medio del dominio monopolista de la industria y sostenerlos con una política gubernamental generalmente expansionista. De mediados a finales de los 1970, la industria de la manufactura pudo ameliorar las tasas de ganancias declinantes a través de la inflación expansionista. Aunque la tasa de ganancias declinaba en lo general, los efectos de esta caída no se distribuían uniformemente. La inflación era lo que sostenía las ganancias que provenían de la manufactura. Sin embargo, las ganancias de los bancos, que le prestaban dinero a las industrias, se veían afectadas de manera tan severa que a finales de los 1970 las tasas de interés reales se tornaron negativas.

Esta situación tenía que tolerarse siempre y cuando la burguesía no controlara la situación política. Pero una vez que los socialdemócratas y stalinistas desempeñaron su labor para asegurar la restabilización, esta orientación cambió: el gobierno de Thatcher asumió el poder en la Gran Bretaña; Paul Vocker se instaló como presidente del Banco Federal de Reservas en 1979; y en 1980 Reagan le siguió con su gobierno. Volcker había llegado al poder basándose en la política de acabar con la inflación del sistema; es decir, reafirmando el dominio del capital bancario sobre el capital industrial y restaurándole las ganancias a los bancos.

Bajo el programa de Volcker, los tipos reales de interés a largo plazo comenzaron a escalar rápidamente en Los Estados Unidos: del 1.5% en 1980 al 3.1% en 1981. En 1984 alcanzaron el 8.1 % para luego caer de nuevo entre el 5% y el 6% durante el resto de los 1980. El programa fue devastador a principios de los 1980; el Producto Nacional Bruto real casi cesó por completo, el desempleo subió al 10% según los informes oficiales del gobierno—y extra oficialmente a un nivel mucho mayor—y la producción industrial decayó casi 10%. El gobierno de Thatcher siguió las pautas de Volcker en la Gran Bretaña, donde se implementaron las órdenes de los bancos y de la municipalidad de Londres.

La intervención del capital bancario forzó a todos los sectores de la industria a encararse a las implicaciones de la caída de la tasa de ganancias de largo plazo. Dos procesos entrelazados se pusieron en marcha: la búsqueda frenética por fuentes de mano de obra barata y el desarrollo de nuevas tecnologías de producción que reducirían los costes por medio de la eliminación de grandes zonas laborales, primero en los procesos de producción, luego en las gerencias y en los sistemas de información.

La campaña por la mano de obra barata comenzó a finales de los 1960 y a principios de los 1970 en las industrias textiles y de la micro electrónica. Las empresas comenzaron a contratar a otras compañías que fabricaban componentes y a conducían toda su manufactura en el exterior. Procesos de producción que previamente se habían realizado en conjunto ahora eran separados y dispersados para reducir los costes, especialmente en Latinoamérica y países del sudeste de Asia, donde las dictaduras mantenían condiciones de mano de obra barata. Los componentes para una gran gama de mercancías, desde computadoras (ordenadoras) hasta automóviles, se manufacturaban y se armaban en en tantos países que éstos dejaron de contarse. Los procesos industriales que previamente se habían llevado a cabo en una sola fábrica ahora estaban dispersos por todo el globo terráqueo.

Lo que comenzó como serie de medidas para reducir los costes en varias industrias ahora se ha convertido en nuevo sistema de producción. Las reducciones en el coste de la transportación y de la comunicación son los factores centrales que han hecho todo esto posible. Entre 1930 y 1990, por ejemplo, el término medio del ingreso por milla en la transportación aérea disminuyó de .68 a .11 centavos estadounidenses según el valor del dólar en 1990. El precio de una llamada telefónica de tres minutos de duración declinó de $244.50 a $3.32. Entre 1960 y 1980 el precio de poder unitario para los computadores declinó 99%. En términos verdaderos, el coste de la carga unitaria marítima declinó 70% desde el principio de los 1980 hasta 1996.

Muchas estadísticas enfatizan el gran cambio que ha ocurrido en la estructura de la economía capitalista durante las últimas dos décadas. Es necesario citar varias de ellas, si solo para contrarrestar las aseveraciones ridículas de los radicales que las cosas no han cambiado mucho desde 1913. Es bastante cierto que antes de la Primera Guerra Mundial, la relación entre las exportaciones y el Producto Nacional Bruto (PNB) por una parte, y entre los costes financieros y el PNB por otra, se compara muy favorablemente a la de los países capitalistas principales actuales. Pero darle enfoque absoluto a estas cifras como fueran la única medida de la integración internacional significa ignorar los cambios cualitativos causados por las inversiones extranjeras directas y del desarrollo de las empresas multinacionales y transnacionales.

En otra época anterior, la integración internacional de daba a través de transacciones prudentes, ya fuera con el comercio o las inversiones. Era actividad del mercado. Hoy, la integración internacional de los procesos económicos dentro de las estructuras empresarias más y más se manifiesta como actividad interna. La importancia de estos procesos se expresa de una manera que va adquiriendo significado: la inversión extranjera directa (IED) en la construcción de fábricas y plantas industriales nuevas que las empresas transnacionales han puesto en marcha.

Se estimaba en 1996 que el valor de las acciones vinculadas a la IED llegaba a $3,200 billones; es decir, había sobrepasado la tasa total de inversiones durante la década previa un 200%. Entre 1991 y 1996, la tasa de las fluctuaciones de la IED aumentaron 12% al año. A la misma vez, las exportaciones aumentaron 7% al año. Para 1995, 280,000 sucursales de las empresas transnacionales habían generado $7,000 billones en ventas, excediendo la exportación internacional de mercaderías y servicios por un 20%. Según el Banco Mundial, el producto total de las empresas afiliadas a las multinacionales aumentó de 4.5% en 1970 a 7.5% en 1995; su contribución a la producción de la manufactura subió del 12% en 1977 al 18% en 1992. Para principios de los 1990 en Los Estados Unidos, las importaciones internas de las empresas constituían más del 40% de las importaciones totales. Se estima que 70% de los pagos internacionales referentes a las regalías y tarifas consiste de transacciones entre las oficinas matrices y sus afiliados extranjeros.

Otro elemento clave de la integración internacional es el surgimiento del mercado financiero internacional. De acuerdo al Banco de Convenios Internacionales (BCI), el término medio de las fluctuaciones financieras al extranjero, en términos de movimiento de valores de cartera, fue de $2.48 billones entre 1970 y 1975. Este aumentó a $8.36 billones entre 1980 y 1984, a $35.6 billones entre 1985 y 1989, y a $214.6 billones de 1990 al 1991. La extensión exponencial de las fluctuaciones mundiales del capital significa que los mercados capitalistas ahora son más que una red de mercados internacionales conexos. Ahora son más bien una entidad global.

Desde 1985, las transacciones de divisas y valores internacionales han aumentado más de diez veces. De acuerdo al BCI, en cualquier día de la semana dinero circulante valorado es más de $1.5 trillones cambia de mano. Estas fluctuaciones internacionales empequeñecen el poder económico de los bancos centrales. En 1983, los cinco bancos centrales principales contaban con $139 billones en reservas de divisas en comparación a un movimiento total de transacciones valoradas en $39 billones. Sin embargo, solo tres años después, los dos componentes de la ecuación se habían más o menos nivelado. Para 1992, ya se habían reemplazado el uno al otro: los bancos centrales poseían $278 billones en reservas mientras que el valor del término medio del comercio diario llegaba a los $623 billones. Desde ese entonces, las transacciones diarias extranjeras han aumentado más de 200%.

La globalización de la producción no solo consiste de un aumento en la actividad comercial internacional, sino que también representa un cambio cualitativo en la estructura de la economía capitalista mundial. Tal como Marx explicara, el capital existe en tres formas: capital moneda, capital productivo y capital mercader. La auto-expansión del capital toma lugar a través de la metamorfosis del capital mismo por medio de estas formas.

El capital moneda se usa para comprar el capital productivo (maquinaria y materias primas) y la fuerza de trabajo, los cuales se mezclan en el proceso de producción. Las mercaderías que se producen se venden luego y el capital moneda resume el proceso de expansión.

En cada una de las tres etapas— de capital moneda al capital productivo al capital mercader (y vuelta al capital moneda)—se da un cambio cualitativo. Pero solamente en una de las etapas se da un cambio cuantitativo: en la transformación del capital productivo en capital mercader. Aquí el valor del capital aumenta, lo cual resulta de la plusvalía extraída del uso de la fuerza de trabajo de la clase obrera durante el proceso de producción.

La historia de la producción capitalista puede considerarse como la globalización o “globalización” de estas tres formas del capital. El acrecentamiento del comercio internacional durante el Siglo XIX, y sobretodo de la venta en el mercado mundial de mercancías fabricadas por las empresas y fábricas capitalistas, fue testigo a la globalización del capital mercader. El desarrollo de las inversiones internacionales y la evolución del sistema bancario internacional hacia finales del Siglo XIX vio la globalización del capital moneda. Pero aún cuando estos cambios enormes sucedían, el capital productivo permanecía limitado por las fronteras de los estados- naciones.

Las materias primas se compraban en los mercados mundiales. Las mercancías se vendían y las inversiones capitales se hacían a nivel internacional. Pero al mismo nivel capital productivo permanecía inmóvil.

Las migraciones enormes de trabajadores a Los Estados Unidos a principios de este siglo y a Australia después de la Segunda Guerra Mundial expresan este hecho de la manera más clara.

Donde quiera que se ubicaba, el capital productivo, vinculado a la nación, tenía que atraer a la mano de obra. Ahora el capital productivo puede rodar por todo el mundo para reducir la estructura de sus costes. Por supuesto, esto tiene que ver con más que la mano de obra barata. Según cada sector individual del capital, la cuestión no es solo cuanta plusvalía se extrae, sino hasta que punto, en relación a sus rivales, se pueden reducir los costes para poder aumentar la porción de la plusvalía que le pertenece y que el capital, en lo general, produce. Existen, por lo tanto, muchos otros factores, además de la mano de obra barata, que sirven para determinar donde el capital llega a parar.

Además, los cambios en la tecnología y en la comunicación significa que todo proceso de producción, que antes era colectivo, ahora puede individualizarse para reducir los costes. Es decir, una división de la labor aún más definida ahora comienza a tomar forma. Mientras que en el pasado los departamentos de planificación y diseño se ubicaban cerca de las fábricas de manufactura, ahora pueden residir en continentes aparte, pues, con la ayuda de métodos de diseño generados por computadores y sistemas de comunicación de alta velocidad, pueden funcionar como si estuvieran en edificios anexos.

En el pasado, el estado-nación era la esfera donde las actividades del capital productivo tomaban lugar. Puede ser que las materias primas y la mano de obra, tanto como la maquinaria, se hayan importado, y que las mercancías se hayan vendido a nivel internacional, pero el proceso de la extracción de la plusvalía ocurría en el interior de las naciónes-estados particulares. Esto ya no sucede. El capital productivo extrae la plusvalía a nivel internacional.

Esta transformación cualitativas contiene insinuaciones políticas de muy largo alcance que aquí sólo podemos bosquejar. Ante todo significa el colapso absoluto de toda perspectiva nacional reformista que considera que la posición social de la clase obrera puede mantenerse dentro de la estructura del capitalismo.

Al nivel más elemental, la política reformista—los programas de los partidos Socialdemócratas y los sindicatos obreros— consistía en aplicarle presión política al capital por medio del gobierno nacional. Esta presión podía extraer concesiones que, a fin de cuentas, eran financiadas por la plusvalía que el capital mismo extraía dentro de los límites que el gobierno había establecido. Es decir, la política reformista se basaba en la inercia relativa del capital productivo. Trataba de usar la autoridad del estado nacional para cobrarle impuestos al capital. Esas condiciones ya no existen. Y no es sólo cuestión del capital mudándose a países donde se encuentra la mano de obra barata. El capital ahora puede mudarse de una región a otra en cualquier país, o de un país a otro, según las ventajas que proporcionen los costes. La mayor presión contra el bienestar social europeo, por ejemplo, no proviene de los países del Asia, que ofrecen mano de obra barata, sino de Los Estados Unidos yde la Gran Bretaña en la Europa misma.

La globalización del capital financiero significa que cada sector del capital, aún cuando sus actividades individuales se limitan al mercado nacional, se encuentra bajo presión para producir tasas de ganancias de acuerdo a las normas internacionales. Las empresas que no pueden alcanzar esta meta pronto averiguan que los fondos de sus accionistas, fondos que cuentan con tanta movilidad internacional, se le esfumarán a sus acciones (disminuyendo el precio de éstas en el mercado y aumentando el precio del capital nuevo). O puede que las agencias que calculan la cantidad de crédito que se le puede conceder a las empresas adopten criterios más restrictivos y causen que aumente la tasa de interés de los préstamos. En otras palabras, la existencia de la moneda transnacional y de los mercados capitalistas es, de varias maneras, un factor aún más decisivo en la erosión de los vínculos nacionales del capital—y consecuentemente del colapso de la política reformista—que la producción internacionalizada.

Los orígenes de la crisis actual

Al considerar el significado histórico y las implicaciones de la globalización de la producción, debemos analizar el impacto que ha tenido el enorme desarrollo de la productividad de la mano de obra durante esta fase del capitalismo. Y aquí nos incumbe analizar las relaciones sociales elementales del capital.

Todas las sociedades de clase se basan en la extracción de la plusvalía de la mano de obra. En la sociedad capitalista este proceso ocurre a través del contrato. El obrero vende su fuerza de trabajo—su habilidad para trabajar—al capitalista, quien, como todo dueño de mercancías, tiene el derecho a consumir la mercancía que ha comprado y a sacarle provecho. El consumo de la habilidad para trabajar toma lugar durante el proceso de producción. El valor de uso de la fuerza de trabajo consiste en que ésta es una fuente de la plusvalía.

El obrero reproduce el valor de su fuerza de trabajo en una fracción de la jornada diaria. El valor de la mano de obra que se ha acumulado durante toda la jornada le pertenece al capitalista. Existen dos factores que estipulan la cantidad general de la plusvalía: la cantidad de obreros empleados y la relación entre la porción del día que se remunera y la que no. Claro, mientras los obreros consiguen empleo a cierto nivel de explotación, mayor la acumulación de la plusvalía. Mientras menos duración el tiempo del cual el obrero dispone para reproducir el valor de su fuerza de trabajo y mayor la porción del día que no es remunerada, mayor será la plusvalía que se extrae.

Consideremos ahora el efecto de los adelantos tecnológicos. Estos aumentan la productividad de la mano de obra y hace posible que la producción aumente dentro cierto tiempo, o que se produzca la misma cantidad dentro un período de menos duración, lo cual resulta en un aumento de la riqueza material y así se le abre paso al progreso general de la sociedad. Siempre y cuando el adelanto tecnológico en cuenta reduzca la cantidad de obreros, la masa de la plusvalía y la tasa de ganancias declinan. Por otra parte, siempre y cuando aumente la cantidad de plusvalía que se le extrae a cada obrero que permanece fijo en el proceso de producción, una porción preponderante de la plusvalía por lo general también aumenta, lo cual resulta en una tasa de ganancias que va aumentando.

Este proceso contradictorio es la fuente del conflicto entre los que abogan por la regulación de la economía capitalista, quienes se apoyan de que la nueva tecnología terminará por destruir los empleos y resultará en crisis, y aquellos que mantienen que los adelantos tecnológicos constituyen el ímpetu principal del desarrollo capitalista. Admiten que aunque estos adelantos han creado grandes turbulencias en el pasado, a éstas siempre le sigue la expansión capitalista.

La cuestión principal no es el progreso tecnológico como tal, pero las implicaciones del desarrollo de la productividad social de la mano de obra para el sistema de ganancias. La introducción de la tecnología nueva siempre destruye los trabajos y ocupaciones antiguas y anticuadas. La cuestión es si esa tecnología resulta en la expansión de la masa de la plusvalía.

Hemos visto que, cuando la nueva tecnología reduce la cantidad de obreros empleados, existe la tendencia a reducir la masa de la plusvalía. Por otra parte, hasta el punto en que esta tecnología reduce el período de tiempo necesario para reproducir el valor de la fuerza de trabajo, aumenta la masa de la plusvalía y, por consiguiente, la expansión del capital. ¿Es posible decir algo acerca de la relación entre estas dos tendencias, o es imposible determinar el resultado?

Para plantearlo de otra manera: ¿es posible que el capitalismo, al desarrollar las fuerzas productivas aún más para incrementar la productividad social de la mano de obra y así levantar la tasa de la plusvalía, pueda continuamente sobreponerse a la tendencia de la tasa de ganancias a declinar? ¿O existe una barrera intrínseca que se oponga a ello?

Lo cierto es que no existe ninguna barrera en cuanto al desarrollo de las fuerzas productivas se refiere. Pero sí existe una barrera, impuesta por las relaciones sociales dentro de las cuales esas fuerzas productivas se desarrollan: la relación entre el capital y el trabajo asalariado.

El origen de la plusvalía es la diferencia entre las porciones pagadas y no pagadas del jornal diario. El capital puede aumentar la plusvalía de dos maneras: prolongando el día laboral—y la producción de lo que Marx llamó la plusvalía absoluta—o abreviando la cantidad de tiempo necesaria para reproducir el valor de la fuerza de trabajo; es decir, la producción de la plusvalía relativa.

Desde el punto de vista histórico, el capitalismo comenzó con la acumulación de la plusvalía absoluta; es decir, a través de la prolongación del día laboral. La producción capitalista específica comenzó cuando nuevos métodos de producción se desarrollaron para abreviar la cantidad de tiempo necesario durante el día laboral con tal de reproducir el valor de la fuerza de trabajo. La historia de la producción capitalista tiene que ver mucho con las reducciones crecientes de esta mano de obra necesaria. Pero é%ste es esencialmente un proceso contradictorio.

Supongamos que el día laboral es de ocho horas y que éste inicialmente se divide en las proporciones siguientes: cuatro horas de labor necesaria (es decir, cuatro horas en que el obrero reproduce el valor de su fuerza de trabajo) y cuatro horas de labor sobrante que se las rinde al capitalista gratis.

Supongamos que las fuerzas productivas se duplican con tal que el obrero ahora puede reproducir el valor de su fuerza de trabajo en sólo dos horas, rindiéndole al capitalista seis horas de labor sobrante. Al redoblar la productividad, la cantidad de plusvalía ha aumentado 50%.

Supongamos que la productividad se redobla de nuevo. El tiempo de labor necesaria se reduce de dos a una hora y el valor de plusvalía que se le rinde al capitalista aumenta por una hora o 16 ?%. Es decir, cada vez que la productividad se duplica, disminuye la tasa de expansión de la masa de la plusvalía que se extrae. Veamos el problema desde otro punto de vista: puesto que el desarrollo de las fuerzas productivas tiende a reducir la fuerza laboral, con el resultado que la masa general de la plusvalía disminuye, el efecto compensatorio del aumento en la plusvalía relativa disminuye más y más. Esto significa que eventualmente ha de llegarse a tal punto que la masa de la plusvalía verdaderamente ha de declina, resultado del aumento en la productividad social de la mano de obra. En otras palabras, las medidas de las cuales el capital se ha valido durante toda su historia para sobreponerse a la tendencia de la tasa de ganancias a declinar—y lograr un nuevo período para la acumulación del capital expansionista—eventualmente ha de crear una situación en la que la masa de la plusvalía declina. La crisis de la acumulación del capital resulta del desarrollo de las fuerzas productivas y del progreso de la productividad social de la mano de obra, no de la productividad insuficiente.

“El capital”, como explicara Marx, “es una contradicción dinámica [en] que trata de reducir a lo mínimo el tiempo de la mano de obra a la misma vez que la considera como medida y fuente única de la riqueza”. [22]

Es decir, puesto que la única fuente de la plusvalía—y por lo tanto, de las ganancias—es la mano de obra no pagada que se le extrae a la clase obrera, y puesto que ésta, no la producción material, es la que determina la riqueza en la sociedad capitalista, la búsqueda por las ganancias continuamente trata de reducir el tiempo de la mano de obra en el proceso de producción.

El capital permite que la riqueza parezca relativamente independiente del tiempo que la mano de obra ha utilizado para crearla, pero usa a este mismo tiempo como “regla que mide las gigantescas fuerzas sociales que se crean de él”.

Varios economistas burgueses critican a Marx; sostienen que su análisis contiene defectos fundamentales. Aseveran que si fuera verdad que el desarrollo de las fuerzas productivas conducen a las crisis del sistema de ganancias, ningún capitalista desarrollaría tecnologías y métodos nuevos de producción, pues éstos le reducirían sus ganancias.

Argumentos de semejante índole, sin embargo, ignoran la característica más saliente del modo de producción capitalista: es un sistema de propiedad privada en el cual el desarrollo social no resulta de la planificación y las decisiones conscientes, sino de las acciones de sectores individuales del capital.

La empresa capitalista individual introduce la tecnología nueva no para aumentar la masa de la plusvalía que se le extrae a la clase obrera, sino para reducir los costes, reducir la fuerza laboral, aumentar su participación en el mercado y aumentar sus ganancias a costillas de sus rivales. Ante esta situación, los otros capitalistas se ven obligados a seguir su ejemplo y desarrollan nuevos métodos de producción. Los resultados generales de este proceso ocurren detrás de las espaldas de todos los participantes.

Cuando Henry Ford desarrolló el sistema de cadena de montaje, no lo hizo con la intención de proveer los medios a través de los cuales la clase capitalista en general podría aumentar la masa general de la plusvalía que le extraía a la clase obrera. Introdujo los nuevos métodos de producción para reducir sus costes de producción, ampliar su participación en el mercado, extender el mercado y así aumentar sus ganancias. No obstante, la expansión de estos métodos resultó en el aumento de la plusvalía y, como consecuencia, proporcionó las bases para un nuevo período de prosperidad capitalista.

El problema que ahora se nos plantea es el siguiente: ¿Pueden los nuevos métodos de producción, basados en la aplicación de la electrónica y en la tecnología de computadoras (ordenadoras), extender la masa de la plusvalía como sucedió anteriormente con los adelantos en la productividad de la mano de obra. ¿Se puede de esta manera crear las condiciones de prosperidad en la trayectoria del desarrollo capitalista?

Para contestar esta pregunta es necesario comprender la lógica esencial de la evolución del capitalismo industrial durante los últimos dos siglos. En su afán por acumular plusvalía, el capital ha reducido el tiempo necesario de la mano de obra a una fracción del día laboral. Esto significa otra expansión de la productividad social de la mano de obra, lo cual, en vez de conquistar la crisis de la acumulación del capital con el aumento de la masa general de la plusvalía, la intensifica.

La presión de la competencia obliga a cada empresa capitalista a introducir la tecnología nueva y a reducir sus actividades, sobretodo a reducir su fuerza laboral en todos los niveles con tal de reducir sus costes. Se reducen los costes y se aumenta la producción. Pero a medida que más y más empresas adoptan nuevas tecnologías, la cantidad total de la plusvalía que el capital extrae declina en forma general. A su vez, esto conduce a mayor competición en el mercado, lo cual le añade presión a que los costes se reduzcan aún más, lo cual intensifica la crisis general de la acumulación de la plusvalía.

El proceso deflacionario, aunque asume la forma de falta de demanda o de la competencia creciente en los mercados saturados, es la expresión de una crisis en la acumulación de la plusvalía misma.

Cuando la masa general de la plusvalía se estanca o no más se contrae, cada sector del capital trata de mantener o aumentar su participación a costillas de sus rivales: reduce los costes, desarrolla nuevos métodos de producción, reduce de su fuerza laboral, busca fuentes de mano de obra más baratas, intensifica la explotación, etc.

Al mismo tiempo, el capital en general exige que la clase obrera abandone las concesiones (que la plusvalía acumulada financia) que ésta previamente había logrado conseguir. He aquí la razón del asalto contra los programas del bienestar social; asalto cuyo impulso proviene del capital financiero internacional, que exige que todos los gobiernos nacionales le abran el mayor campo posible a la acumulación capitalista. De otra manera, corren el riesgo de perder los fondos que las inversiones les rinden.

La crisis del sistema de ganancias, arraigado en la contradicción que existe entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de la producción capitalista basada en la mano de obra asalariada, crea una polarización social internacional sin precedente. En ésta, como explicara Marx, las condiciones para la acumulación de la riqueza en un extremo se convierten en la acumulación de la pobreza, la miseria y la degradación en el otro.

La globalización de la producción ha cementado las bases para un nuevo período de revolución social. Esto es el resultado inevitable de cambios enormes en la estructura de la economía capitalista mundial durante las dos últimas décadas, lo cual es la culminación de un proceso que comenzara hace 200 años. Al hacerle hincapié a la inevitabilidad de la revolución social, no queremos insinuar que ésta sucederá, como la aurora, de cierta manera o durante cierto lapso de tiempo. Significamos que es inevitable en el sentido histórico. Es inevitable porque las contradicciones inherentes al modo de producción capitalista no se pueden contener dentro de los límites de las antiguas relaciones sociales.

La cuestión fundamental es, pues, la estrategia y el programa sobre los cuales debe basarse la lucha de la clase obrera.

Por supuesto, existen aquellos que menosprecian esta cuestión. Insisten que carece de significado, puesto que, según mantienen ellos, la clase obrera ha “desaparecido” o va en proceso de desaparecer.

Si la globalización de la producción no ha logrado más que otra cosa, cierto que ha hecho añicos a esta aseveración. La clase obrera no es una clase que desempeña una labor en particular; es una clase de posición bien definida en relación al capital. La clase obrera no posee nada para vender excepto su fuerza de trabajo; no posee ninguna propiedad en los medios de producción y no tiene ningún medio independiete para mantenerse a si misma. La globalización de la producción significa que la relación entre el trabajo asalariado y el capital se ha convertido en una relación social verdaderamente internacional. Sectores enteros de la clase obrera se han creado—Asia del Sur, China, Africa, Latinoamérica y doquier— que no existían antes. Y en los países capitalistas desarrollados, sectores enormes de la población que antes se consideraban a si mismos miembros de la clase media han tenido que aceptar la realidad que no son ni más ni menos que trabajadores asalariados que pueden ser contratados o desempleados conforme acuerdo a las necesidades y los caprichos del capital.

La estrategia y perspectiva de la clase obrera—que constituye la mayoría de la población mundial—tiene que basarse, tal como Marx insistiera en El manifiesto comunista, en las tendencias objetivas mismas del desarrollo.

Esa es la razón por la cual los programas y las perspectivas de todos los grupos radicales son tan profundamente reaccionarios. Todos mantienen que el estado-nación retiene su importancia y que la lucha de la clase obrera tiene que comenzar con ese hecho.

Un artículo reciente del radical estadounidense Kim Moody nos ofrece un ejemplo típico al escribir: “Casi toda la lucha contra las estructuras y los efectos de la globalización ocurre, por necesidad, en la esfera nacional. Es ahí, después de todo, que los trabajadores viven, trabajan y luchan... La característica más elemental de un internacionalismo eficaz durante este período consiste en que la clase obrera pueda entablar su oposición a la agenda y a los políticos del capital transnacional en su propio ‘patio.' A fin de cuentas, este programa también ha de ponerse en práctica a nivel nacional”.[23]

La aserción que el estado-nación es la arena donde los trabajadores viven, trabajan y luchan es totalmente falsa. Los obreros viven y trabajan en zonas geográficas definidas, pero de ninguna manera implica esto que el programa político por el cual deben luchar tiene que basarse en el estado-nación. Los trabajadores de una empresa transnacional, cuya estructura ha sido organizada a nivel internacional, se encuentran ubicados en un sitio determinado en el interior del estado-nación. Pero los procesos económicos en que participan no tienen ninguna relación al estado-nación. Estos se determinan a nivel internacional.

Además, el estado-nación no es estructura geográfica sino política. La burguesía la creó para luchar por sus necesidades e intereses. Los obreros viven en un lugar determinado. Pero el alcance de sus luchas lo determinan los problemas sociales, no la geografía. La clase obrera no es una clase ni regional ni nacional. Es, por su propia índole, una clase internacional creada por el movimiento internacional del capital. Por consiguiente, sólo puede avanzar sus intereses basándose en un programa—y creando las organizaciones y estructuras—que expresa esta esencia elemental.

El estado-nación es una realidad objetiva, pero eso sólo comienza el tema, no el fin. Es, para usar la terminología de Hegel, una realidad que se ha vuelto irracional y que por necesidad tiene que cederle paso a otra realidad superior.

El estado-nación existe. Es la esencia del problema histórico al cual la humanidad se ha enfrentado durante todo este siglo y que nuevamente se plantea. El sistema de estado-naciones—y las relaciones de propiedad capitalista a que les ha dado forma—le dio gran impulso al desarrollo de las fuerzas productivas. Pero estas fuerzas ya han rebasado los confines de esta estructura. A menos que esta contradicción se resuelva, un nuevo período de barbarismo, tan horrible como el de 1914 a 1945, amenaza a toda la humanidad.

Los radicales insisten que la globalización es mito o resultado de una campaña propagandista. Esto nos muestra que no sólo están vinculados orgánicamente al estado-nación, sino que también son profundamente hostiles a la revolución socialista. La globalización de la producción es el factor más revolucionario del mundo político actual, pues está arrasando con todas las estructuras sociales, económicas y políticas por medio de las cuales la burguesía ha mantenido su dominio. Hace más o menos 150 años que Marx, cuando le preguntaron acerca de su actitud hacia el mercado libre, se declaró a favor, precisamente porque “[éste] empuja el antagonismo entre el proletariado y la burguesía al extremo” y “a decir, el sistema basado en el mercado libre acelera la revolución social”.

La globalización de la producción no sólo lleva el antagonismo entre la clase obrera y la burguesía “al extremo”, sino que está creando las bases para la construcción de una sociedad socialista.

La esencia de la lucha por el socialismo consiste en dar el próximo paso gigante en el desarrollo histórico de la humanidad: dominar conscientemente su propia organización socioeconómica. El establecimiento del socialismo ha de negar toda la prehistoria humana en que la naturaleza dominaba al hombre a causa del bajo nivel de desarrollo de sus medios de producción o de los productos de su propia creación.

Marx describió brillantemente este último fenómeno, el cual surgió con la evolución del capitalismo, de la siguiente manera:

“Durante toda la historia hasta el presente, es un hecho empírico verídico que diferentes individuos, con la ampliación de sus actividades históricas y universales, se han esclavizado más y más bajo a un poder del cual se encuentran enajenados... un poder que se ha vuelto más y más aplastante y que, a fin de cuentas, resulta ser el mercado mundial”.

Explicó que este dominio sería vencido siempre que se dieran dos premisas prácticas: “Para que [este dominio] se convierta en poder intolerable, es decir, en poder contra el cual los hombres hacen revolución, tiene que haber despojado a la gran masa de la humanidad “de toda propiedad”, y, a la vez, haber creado lo contrario: un mundo de riqueza y cultura—condición que presupone gran aumento en la capacidad productiva y un alto nivel de su desarrollo”. [25]

Estas dos premisas prácticas ya se han cumplido. El mercado mundial es una carga enajenante e intolerable que aplasta a la gran masa de la humanidad. Su mismo desarrollo, sin embargo, ha creado las condiciones para derrocarlo y formar una organización social más adelantada. Con el desarrollo del mercado mundial y la producción internacionalizada, la producción, el consumo y todos los aspectos de la vida del individuo han logrado una interconexión e interdependencia completa. Al mismo tiempo, la evolución del sistema financiero mundial, el establecimiento de los medios de comunicación más sofisticados, los adelantos en sistemas de estadísticas para analizar los cambios en el mercado y en las condiciones sociales, la creación de sistemas complejos de producción, la planificación y el control interno de empresas transnacionales que se extienden por todo el globo establecen las bases para desarrollar una economía socialista mundial planificada en que los productores asociados controlan y gobiernan la producción.

Con la expansión del mercado mundial y la evolución de la producción internacionalizada, la historia ha realizado su labor. ¿Cuál, pues, es la misión que nos espera? Construir el partido revolucionario que, en las palabras de Trotsky, “revolucionará la conciencia de la clase obrera de la misma manera que la evolución del capitalismo [ha] revolucionado las relaciones sociales”.

Notas:

1.

La crisis mundial y la misión de la Cuarta Internacional, pp. 48-49

2. 3.

Op bit., a.58

4. 5.

Hirst y Thompson, La globalización en duda, pp.1-2

6. 7.

Op cit., p. 6

8. 9.

Op cit., pp. 6-7. (Énfasis nuestro)

10. 11.

Chris Harman, La globalización: crítica en el Socialismo internacional, diciembre, 1996, p. 28

12. 13.

Hirst and Thompson op cit., p. 31

14. 15.

Workers Vanguard [Vanguardia Obrera], 21 febrero, 1997.

16. 17.

Marx y Engels, Obras seleccionadas, 1er volumen, p. 120.

18. 19.

Op cit., p. 111.

20. 21.

Op cit., p. 112.

22. 23.

Marx y Engels, Obras seleccionadas, 3er volumen, p. 22. [Nuestro énfasis].

24. 25.

Trotsky, Los primeros cinco años de la Comintern, 1er volumen, p.83.

26. 27.

Trotsky, La guerra y la Internacional, p. vii.

28. 29.

Op cit., p. x.

30. 31.

Trotsty, Los primeros cinco años de la Comintern, 1er volumen, pp. 251-52.

32.

17. Trotsky, Los primeros cinco años de la Comintern, 2do volumen, p. 258.

18.

Trotsky, Los primeros cinco años de la Comintern, 1er volumen, p. 263.

19. 20.

Citado en Kolko, Política de la guerra, p. 252.

21. 22.

Trotsky, Escritos 1933-34, p. 161.

23. 24.

Business Week, agosto 21, 1978.

25. 26.

Grundrisse, p. 706.

27. 28.

Kim Moody, Hacia un unionismo del movimiento social, en New Left Review, no. 225, septiembre/octubre, 1997.

29. 30.

Marx, La ideología alemana, p. 49.

31. 32.

Op cit., p. 46.

33. 34.